Recientemente la debutante Ana Asensio nos adentraba en un terrorífico descenso a los infiernos en Most Beautiful Island. Un retrato devastador de la inmigración por necesidad, de ese nuevo lumpen que lucha por sobrevivir frente a la voracidad capitalista y del patriarcado en el otrora celebrado ‹American Dream›. Nadie nos mira de Julia Solomonoff plantea algo similar que, aunque partiendo de bases genéricas distintas, acaba por ser una rima perfecta con el film de Asensio.
Nadie nos mira no es sin embargo un retrato obvio de la inmigración que huye de la miseria sino más bien, con la excusa de nuevos horizontes profesionales, retratar el periplo de un actor de telenovelas que, por culpa de un desengaño amoroso emigra de Argentina a New York en busca de un futuro mejor tanto en lo personal como en su carrera.
Una premisa esta que acaba siendo un ‹macguffin›, un mero pretexto argumental que la directora argentina usa para poner en solfa temas como la hipocresía social, el autodescubrimiento personal y la progresiva decadencia de un protagonista que no encuentra su lugar. Este es pues un retrato de una huida hacia delante y en picado de un inmigrante, más bien de buena posición, cuyos objetivos vitales quedan eclipsados por su propio autoengaño.
Los mecanismos usados para mostrarlo son más bien sencillos: historia lineal, elipsis temporales muy concretas, y una luminosidad que representa la situación del protagonista acorde con el clima y los eventos que se suceden. Sin embargo esto no es óbice para dejar caer con gran habilidad detalles, gestos que van conformando por acumulación un gran fresco sobre los dos grandes temas del film: la imposibilidad de acceder a un buen trabajo si eres inmigrante y así mismo, la imposibilidad de triunfar viviendo en el autoengaño personal.
El panorama pues, pintado a través de una cotidianidad exenta de dramatismos exagerados y focalización de la estética de la miseria, es de desolación, de viaje a ninguna parte y de hundimiento progresivo. Una degradación que se pone de manifiesto a través de la frialdad de edificios y personas. Espejos de aparente cordialidad, máscaras de bienestar que paulatinamente se derrumban hacia un mundo más oscuro, salvaje, hiriente y despiadado.
Finalmente Nadie nos mira podría concluir con la misma negatividad, no exenta de realismo, que Most Beautiful Island y devenir una crónica sarcástica de la búsqueda del triunfo en el sueño americano. Sin embargo, y debido a la propia condición social y profesional del protagonista, Solomonoff opta por otorgar a su film una vía de escape, un reencuentro con uno mismo que si bien podría calificarse de ‹happy ending› facilón, no deja de ser coherente con el discurso sólidamente planteado a lo largo del film. Solomonoff otorga al protagonista la solución en forma de renuncia a escapar y le sitúa ante la tesitura, resuelta favorablemente, de afrontar sus propios demonios. Un desenlace que aunque precipitado y un tanto ‹deux ex machina›, no oculta la realidad de lo mostrado anteriormente, es decir, la hipocresía de un mundo exigente que obliga al éxito aunque sea a costa de perderse a uno mismo.