Aunque, para un servidor, la mejor parodia y, al mismo tiempo, el mejor homenaje del subgénero Whodunit es Un cadáver a los postres (1976), varias décadas antes del estreno de esta, era una pareja —y no un variado grupo de detectives— la que se dedicaba a desentrañar todos los misterios del crimen en las pantallas de cine desde una óptica algo más cómica que la acostumbrada en el cine negro (el cual se popularizaría poco después del estreno de la primera película, La cena de los acusados). Desde esa primera incursión, en 1934, William Powell y Myrna Loy, o lo que es lo mismo, el detective retirado Nick Charles y su esposa Nora Charles, participaron en otras 5 películas más interpretando a los mismos personajes, resolviendo casos y desarrollando una relación que, hoy, no pasaría la censura, pero que sobre esos cimientos y el alcohol construía la mayor parte de escenas cómicas en el metraje (dejando algo de hueco para el perro).
La sombra de los acusados (1941) es la cuarta película de la serie, cuyo fin tuvo lugar en 1947, y en ella se puede observar el mismo grado de locuacidad en el protagonista, de alcohol en sangre y de inteligencia, siendo menor, o menos importante, el papel de su mujer en este caso, en contraste con el mayor protagonismo que tenía en otras, donde disfrutaba de más gracia y algo más de agudeza que en esta, quizás. Por lo demás, los mimbres de la comedia screwball se mantienen para resolver, como quien no quiere la cosa, el secreto que se esconde tras la muerte de un jockey que podría estar salpicada por el mundo de las apuestas y la mafia. De manera fortuita, el matrimonio (al menos una parte) se verá obligado a participar en la investigación (el otro más bien a fregar, aunque para eso tienen chacha), encadenando escenas de intriga con otras más humorísticas y familiares.
A pesar de ser considerada una comedia de serie B, estamos ante un humor con cierta clase que encandilaba a miles de espectadores con cada nueva entrega, mezclado con otro más banal. No en vano, los personajes están basados en la novela de Dashiell Hammett (El halcón maltés). Esto se traduce en una cinta con una atmósfera clásica del cine de los 40 que se ve con facilidad. No sólo por obra y gracia de un par de actores extremadamente bien elegidos y repletos de química entre ellos, también por la capacidad de un dúo de comediantes excepcionales, que interpretan sus papeles como quien viviera en ellos. La manera misma de moverse y hablar cumplen con la imagen de detective que solemos suponerle a este tipo de historias, pero con un matiz que humaniza: la familia, y en especial Myrna Loy, que, después de tantos años haciendo de una, pasó a ser conocida como la esposa de América. Loy combina aquí el encanto único de un personaje que conocemos de hace tiempo con el saber estar en la comedia, incluso cuando está tan desaprovechada como en esta cuarta parte.
Vale la pena ver esta película, con orden o desorden sobre el resto, principalmente por sus excelentes actuaciones protagonistas y por un guión poco descuidado, pero también porque incluye el siempre agradecido —por los amantes del subgénero al menos— desenlace que reúne a todos los implicados en una misma habitación, mientras se desgrana y explica la solución. Tampoco nos podemos olvidar de Asta, el perro de la pareja, ni de su amor por el alcohol, o de las vueltas de tuerca en el argumento. Como dirían en Padre de familia, «good old fashioned family racism» (… aunque más bien machismo).