Lástima que el interesante debate planteado por Yvan Attal en su nuevo trabajo apenas logre asomar el hocico en el turbio fondo que en realidad esconden la retórica y el arte del habla. Todo atisbo de reflexión acaba por reducirse al manido tópico de la cultura como ascensor social (una teoría, si me lo permiten, de cariz terriblemente clasista teniendo en cuenta que sólo es aplicable mientras exista una clase baja). Entrando en materia, Una razón brillante plantea un jugoso debate entre formas y fondo, representando cada concepto con personajes diametralmente opuestos: un profesor de universidad tendiente al conservadurismo, profundamente curtido en el campo lingüístico y conocido por su falta de escrúpulos; y una estudiante musulmana proveniente de una familia modesta, abierta de miras (al menos por parte de la madre) pero carente de formación. Se trata de una confrontación que esconde un sinfín de aspectos de interesantísimo análisis (como por ejemplo, los auténticos orígenes de cada personaje o de qué modo el fácil y no tan fácil acceso a la cultura ha sido para ellos una suerte de clasificador social), pero Attal parece conformarse, desafortunadamente, con realizar una nueva exposición del clásico sueño americano.
No obstante, la película sí cuenta con puntuales destellos de brillantez, especialmente en lo que se refiere a los diálogos. Elegantemente perfilados por la mano de Michael Brook, fantásticamente ejecutados por Daniel Auteuil (y ocasionalmente por Camélia Jordana) y ágilmente orquestados por la batuta de Yvan Attal, estos no sólo destacan por una cuestión lingüística, sino también por la condición camaleónica que director y guionista les atribuyen. Como ejemplo, están los (muy interesantes) combates conceptuales entre Pierre (Auteuil) y Neïla (Jordana), que hacen pulsos gestuales en un escenario donde el poder de cada palabra se deriva del contexto y no de su significado literal. También están las interacciones casi conceptuales en que la acción trasciende a lo verbal, como cuando Neïla recita Julio César de Shakespeare en el metro, tratando de ganarse el respeto de los pasajeros, pero tan solo consigue que se burlen de ella… hecho que, a su tiempo, provoca su propia gracia. Situaciones, en definitiva, en que la acción distorsiona la finalidad originaria de la palabra (un texto escrito para el lucimiento que termina provocando vergüenza ajena, el ataque verbal que, lejos de humillar, causa carcajadas) provocando que el auténtico vehículo del diálogo deje de ser esta última.
Por eso es una lástima que Una razón brillante se acabe declinando hacia el discurso de la salvación individual, dando incluso por supuesta la existencia de ciertos valores universales (como se ve con el alegato moralista que la pareja de Neïla le suelta a esta última en el tercer acto de la película, gracias al cual ella acaba convencida de que Pierre es, indudablemente, una buena persona). Si tomamos este discurso en el sentido literal, podemos deducir que, puesto que la ascensión es posible (como demuestra la película), si a día de hoy todavía existe la distinción de clases probablemente sea porque “los de abajo” no se han esforzado lo suficiente en progresar (otro concepto que la película define sin pudor de forma absolutamente clasista: al fin y al cabo, el respeto lo merecen los estudiosos). Una visión de las cosas demasiado conservadora como para ser aplicada a un tema que, en realidad, suponía una oportunidad para reivindicar los auténticos orígenes de la retórica, así como de las funciones sociales (básicamente, manipular) que cumple a día de hoy.