La reacción social de la década de los setenta ante la guerra de Vietnam, el fracaso del mayo del 68, el conflicto racial y la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos se trasladó al cine en forma de descontento y desconfianza de los ciudadanos ante las instituciones y el gobierno. Dos géneros cinematográficos del momento capturaron esto mejor que ninguno otro: el thriller conspiranoico y la ciencia ficción distópica y postapocalíptica. Como en cada ciclo de fallo del sistema, diez años después de la última gran crisis financiera podemos ver como se repiten temática y discursivamente en las producciones actuales las mismas preocupaciones de entonces. Así es como se llega a Little Joe, la primera película rodada en inglés de Jessica Hausner. En ella encontramos a una ingeniera genética que ha creado una flor que promete un aroma que da la felicidad a cambio de ser cuidada y tratada con atención por su gran delicadeza y necesidades. Una flor que se espera que sea el gran éxito de ventas que catapulte a la empresa. Los efectos inesperados de su creación llevan en realidad a resultados mucho más perturbadores de los esperados, transformando el comportamiento de todas las personas a su alrededor incluyendo su hijo.
La directora construye así un film que satiriza las relaciones entre padres e hijos, que aborda la mercantilización de las emociones y propone una refinada crítica al capitalismo a través de elementos fantásticos que parecen inspirados —si no tomados directamente— por Invasion of the Body Snatchers (Philip Kaufman, 1978). De hecho la protagonista asistiendo a terapia psicológica, una mujer que expresa su preocupación de que su marido no es su marido, la idea de felicidad como ausencia de emociones y toda la dinámica con los afectados por el polen de las flores resulta extrañamente familiar aunque desde una reformulación que se adapta a nuestros tiempos. El abuso de poder de las corporaciones, la falta de escrúpulos para buscar los beneficios sin tener en cuenta las consecuencias es lo más evidente. El uso simbólico de una planta con un diseño digno de organismo alienígena funciona también como motivo recurrente que permite expresar esa subyugación de nuestros tiempos del ser humano como consumidor. La planta promete la felicidad a cambio de comprarla y cuidarla, pero en realidad es la propia flor la que se impone a quien la posee, creando un vínculo total para garantizar su supervivencia a toda costa. Una supervivencia que sólo se puede garantizar si se extiende a todo el mundo. Porque se trata de un ente estéril, incapaz de reproducirse por sí mismo si no es creando una necesidad inexistente para propagarse entre los compradores potenciales.
Hausner mantiene un tratamiento distante de los personajes hasta lo grotesco, que define —ayudada por la fotografía y el color que contrasta con el rojizo de Little Joe, la nueva planta— una atmósfera fría y aséptica acorde al tono emocional de la cinta. Siempre con una ironía sutil en sus imágenes y diálogos, la composición de sus planos busca en las instalaciones de los laboratorios el desequilibrio y la opresión en el espacio a través de reencuadres que usan las elementos arquitectónicos para establecer asimetrías y líneas oblicuas según avanza el conflicto. La banda sonora subraya con intenciones evidentes los momentos de mayor tensión a través de sonidos disonantes, pero jugando con las expectativas y subvirtiéndolas. Su narrativa enlaza sin problemas sus distintos niveles discursivos, que crean resonancias entre ellos. Los propios personajes se encargan en determinado momento de explicar al espectador lo que ocurre sin ambigüedad alguna, dejando patente la inutilidad de conocer la naturaleza de la amenaza cuando no se tiene la capacidad para hacer nada frente a ella como individuo. La protagonista Alice puede parecer excesivamente inocente pero ¿por qué desconfiar de las intenciones de los demás si no se benefician en absoluto de ese mismo mal que les utiliza para expandirse y deshumanizarles? La alienación y la falta de empatía son finalmente las herramientas de un orden social que destruye los vínculos entre las personas para transformarlos en actos performativos con motivos ulteriores y, por lo tanto, carentes de autenticidad.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.