Se podría decir que el pasado brillante de Leonardo di Costanzo como documentalista condiciona sus películas posteriores, incluida L’intrusa, presente en el último festival de Cannes. Pero a estas alturas habría que terminar con tales afirmaciones porque la indeterminación genérica del cine actual lleva a que las etiquetas de ficción o documental no sirvan más que para conservar tranquila la conciencia de los dinosaurios: ningún procedimiento significa antes o fuera de un sistema, así como se sospecha desde hace un tiempo que la única realidad es en verdad interior. En todo caso, quizá pretendan señalar que elige para dar forma a sus personajes la mayoría actores sin formación —lo de la formación, claro está, es un decir que hace referencia a las ‹tablas›—, que no se decanta por los artificios —aunque habría que definir la palabra— y —como suele suceder al hablar de documentales— enmarca la trama en un contexto social, político y económico reconocible donde puede o no profundizar.
La Masseria es un centro comunitario donde un grupo de trabajadores sociales, dirigidos por quien estableciera la institución junto con su marido, Giovanna —en la piel de la actriz, bailarina y coreógrafa Raffaella Giordano— realizan tareas didácticas y recreativas con los niños de este vecindario al sur de Italia, infestado hasta la médula por el crimen organizado. Maria —primer trabajo de Valentina Vannino en cine—, sin decirle que está casada con un presunto asesino de la Camorra, le pide asilo para ella y su hija. Luego de que la policía secuestre al marido de María, la armonía del lugar iniciará su periplo cuesta abajo. No sólo la familia víctima del crimen pondrá el grito en el cielo porque su hijo comparte las tardes con Rita —gran trabajo de la apenas una niña Martina Abbate—, la hija de María, sino todas las familias que asisten y hasta los compañeros de Giovanna y las autoridades de la escuela. Quedará en sus manos elegir entre expulsar a una madre y su hija al desamparo o perder el trabajo de toda una vida por cruzar el límite moral. La solidaridad no es para todos: si Maria no abandona La Masseria tampoco habrá la fiesta que con tanta dedicación se preparó.
Gianni Vattimo sostiene que la crítica de Heidegger a la metafísica comienza por una crítica a la definición de verdad metafísica como dato objetivo. Todo conocimiento requiere perspectiva y, por lo tanto, un encuadre. Se trata, entonces, no sólo de hablar el mismo idioma, sino también de imponer una verdad —una mirada— sobre otra. ¿Qué separa la Camorra de un Estado moderno? De seguro no el uso —que comparten— de la violencia como herramienta de control. Muchos podrán decir que, para empezar, está la ley. Otros podrán responder que las leyes de uno están escritas y las del otro son del orden de la oralidad. Es probable que todo sistema sociopolítico funde su legitimidad en este nudo irresoluble de verdad, mirada y punto de vista. A fin de cuentas, lo que importa es que la mayoría de las personas se rige por las normas de uno de los modelos y condena al otro, lo mismo que a quienes se refugian allí. Debido a esto, la amenaza que constituye el hecho de que Maria y Rita vivan en La Masseria no reside en las probabilidades que existen de que el crimen organizado irrumpa en la vida del lugar —el marido está preso y Maria evita el contacto con esa parte de su familia— sino en que las dos son un signo, el recuerdo de que hay otro régimen, la prueba de su existencia. Mientras que Giovanna, inmersa en los valores de la caridad, comparte con ellas lo que no le sobra y les otorga así el beneficio de la duda, a todos los demás les será imposible vivir sin destruir esta presencia.
Más allá de las categorizaciones, Leonardo di Constanzo procede a partir de un guión a buscar por un lado lo no guionado —la reacción de un niño, el tiempo entero delante del espejo—, y por otro una forma despojada de firuletes. Los planos están hechos para encuadrar a los hombres. Al acecho de un accidente, recupera del neorrealismo —¿llegará el día en que se haga la cuenta de cuánto el cine le debe al neorrealismo?— la búsqueda de una armonía hecha entre narración y disgresiones. No está en su pasado documental la respuesta al por qué L’intrusa es una película sobre la realidad: la mirada hace la diferencia. Deja en evidencia que la bondad no debería elegir con quién se da mejor, sino una manera de manejarse en la vida. El director sabe que en lo íntrinsico del sistema capitalista está la falla, la causa de que tantos vecinos suyos sufran el olvido de la tan ansiada civilización: la calle es otra cosa, la calle no conoce de marxismo, la calle necesita perdón. ¿Quién es a fin de cuentas la intrusa? ¿María o Giovanna? El final de la obra tiene un perfume a Fellini con la pequeña orquesta desfilando en círculos y las familias que bailan y disfrutan alrededor. El problema es que no se trata de un sueño ni es la aristocracia ni son artistas ni hay un espíritu lúdico que guíe la escena. Queda el sabor amargo de reconocer que los pobres se comportan igual que los de arriba: matan por no perder —sin saber que pierden por no amar—.