Tarik Saleh ya había explorado con anterioridad los mecanismos de control a través de su debut, una Metropia cuyo cauce distópico encubierto e inmerso en una sci-fi no muy lejana deja paso ahora en esta El Cairo confidencial que nos ocupa a un pueblo condicionado por el miedo y dominado por el estímulo de huir de esas herramientas a través de las cuales ya no sólo el estado, también las altas esferas, manejan el cauce de una sociedad apocada a sus decisiones. El cineasta sueco traza así una línea entre lo que se alzaba como una ficción pura y dura —estimulada además por sus parajes, y por un uso del color grisáceo— y lo que en esa capital egipcia a la que le lleva su tercer largometraje queda retratado como una realidad urgente, transpirando no obstante el clima de aquel noir anexionado a los bajos fondos que tantos grandes títulos nos regaló a mediados del siglo pasado.
El marcado carácter de una obra que en ocasiones parece puramente genérica, contrasta sin embargo con el panorama retratado por Saleh, que nos lleva desde la naturaleza de su protagonista —un policía corrupto y adulterado por el sistema que ni siquiera duda en el momento de apropiarse un fajo de billetes de una escena del crimen— hasta los más altos estratos de una ciudad en la que nada que esté relacionado con los conceptos ley y justicia parece mínimamente limpio. El Cairo confidencial dibuja mediante esos parámetros un cuadro desolador, que si bien nos traslada a la senda de ese noir al que claman sus constantes —el detective de dudosa moralidad, la ‹femme fatale›, la fatalidad que parece llevar implícito todo el asunto…—, en todo momento es consciente del ejercicio político-social que sostiene en su núcleo, portando incluso a esa investigación que iniciará Noredin, su protagonista, a ser poco más que un ‹macguffin› mediante el cual descubrir toda la podredumbre y miseria que esconde una ciudad que carece de límites en ese sentido.
El autor de Tommy capta a través del bullicio de una gran urbe como El Cairo ese espíritu de los bajos fondos tan habitual del noir, describiendo a su vez un ambiente más palpable en torno a la sociedad descrita que instaura además no pocos frentes: desde la comunidad sudanesa que se verá implicada en el transcurso de la investigación, hasta el papel de los altos círculos conectados con el hampa más callejera, pasando incluso por el rol de los estamentos policiales —especialmente incisivo ese momento en que un grupo de policías del distrito instan a Noredin a abandonarlo sin un testigo que había capturado—.
Lejos de ese cariz marcadamente social, Saleh también perfila la búsqueda de una atmósfera a través de una banda sonora de composiciones mínimas que refuerzan esa faceta más cercana al cine de género de El Cairo confidencial, componiendo de este modo un mosaico en el que sus propiedades formen parte del todo no tanto en busca de un relato más accesible, sino de la consecución de una conexión que ensamble las vías centrales del noir con la situación vivida en la ciudad árabe. El punto final —ya no por el cierre de aquello que otorga esqueleto a su crónica, la investigación iniciada, ni por determinados giros; más bien por su última y esclarecedora escena— dispone un devastador epílogo en el que además de quedar en entredicho todos esos dispositivos que deberían velar por la seguridad del ciudadano, se formula la consecución de una desconfianza que no hace sino arrojar preguntas incómodas; y es que, ¿a qué se expone una sociedad que ya no puede reprimir el escepticismo en una autoridad que ni siquiera la tiene presente?
Larga vida a la nueva carne.