Tomando como apoyo Casa tomada (1951) y Final del juego (1956), ambos cuentos de Julio Cortázar, Lynne Sachs construye con Con viento en el pelo una obra que explora el día a día de cuatro niñas que, como niñas que son, se encuentran en ese período en el que se pueden permitir tanto desenvolverse en el mundo con la naturalidad que produce el sentimiento —que luego ya no vuelve— de felicidad que deriva de la sensación de tomar el momento del juego como eternidad, como el tocar las pelotas a todo cristo sin tener repercusión alguna más allá de la hostia light. Es así como, revelando de manera intermitente imágenes del Buenos Aires contemporáneo, Lynne Sachs nos presenta a este grupo de niñas que, como el niño-conejo de Gummo (Harmony Korine, EEUU, 1997), pero cambiando los coches por trenes e invirtiendo la decadencia de este por la aceptación pura de la vida, se disfrazan para ver la vida pasar. Es en esta especie de búsqueda irracional del contraste entre la quietud, tanto física en su pose de estatua como psíquica en esa interrupción de la vida que supone el juego, y la velocidad bruta del mundo adulto que les ofrecen la imagen y el sonido del tren que pasa, en la que las crías serán observadas por un chico que querrá entrar en su mundo, aunque sea para transformarlo.
Lynne Sachs establece entonces tres relaciones de carácter voyeurístico dadas por diferentes observadores que se encuentran en diferentes niveles y que fijan su retina en las niñas como único elemento observado. La primera de ellas, que tiene lugar dentro de la propia narración, se correspondería con la correspondencia que se establece entre las estatuas —las niñas entendidas como personajes del juego en el que participan, y no tanto como niñas en plan término medida establecido por el adulto— y el chico que las observa diariamente, quedando mediada la relación por la idealización, el amor y el sentimiento de pertenencia a un mismo grupo o mundo. La segunda relación, que como decía arriba afecta a otro nivel, atañe al vínculo que se genera entre las intérpretes y la directora. Esta relación, que tiene su base en el interés de señalar a un mismo fin artístico, supone un choque en el sentido de que ya tenemos a una cámara que las sigue en todo momento, a un adulto que se entromete en ese juego que se entiende como algo privado. A diferencia de otra obra de Lynne Sachs, Same Stream Twice (EEUU, 2012), en la que el juego de la niña —Maya Street-Sachs, hija de la artista y protagonista también de la película que aquí se reseña— está diseñado de antemano para mostrar su carrera alrededor de la cámara como producto que no quiere ocultar su condición de “ser para la cámara” y de artificio, y en el que por lo tanto hay complicidad y se presupone el pacto, el seguimiento de la cámara de Con viento en el pelo, que parece que en cualquier momento va a resquebrajar el flujo que registra, resulta perverso. En tercer lugar, y mucho más perversa y loca que la anterior, surge la relación que une a personajes y espectador. En este nivel, donde no hay ni deseo ni inclinación de producir como un todo una pieza artística, la unión queda reducida al abandono del adulto que, en su tener la posibilidad de sentir el aburrimiento, en el caso de algunos, o la necesidad de buscar a la desesperada el conocimiento o el sentimiento estético, en el caso de otros, toma la opción de poner entre paréntesis su vida para observar sin ser observado —en los tres tipos de relación enunciados, somos el único sujeto observador al que las niñas no ven— el desplegarse en el mundo mediante el juego de esas niñas que nos ignoran y cuya intimidad es vulnerada sin ni siquiera poder defenderse. Y es así como, con este cruzarse tantas cosas a partir de elementos tan sencillos, Lynne Sachs consigue juntar la intimidad de la sala de cine con la del juego infantil en un mismo espacio y en un mismo tiempo como única vía de reconciliación sincera con la infancia ya pasada.