La línea que divide documental y ficción puede resultar en no pocas ocasiones de lo más fina. Así, y como el documental es capaz de incorporar cierto nivel de ficcionalidad para poder desarrollar determinados temas sin tener que rendirse ante los códigos del propio género, la ficción busca en ese espejo que es la emulación de la realidad desde un sustrato tangible, perceptible sin que reconozcamos de forma implícita una distracción de esa realidad, sin necesidad, en definitiva, de abastecer un engaño para realizar un retrato.
Ruth Mader, cineasta austriaca habituada al terreno del cortometraje y el documental que volvía el año pasado a la ficción —con Life Guidance, la que sería su segunda aportación tras Struggle—, establecía en su debut en ese campo las líneas paralelas de un trabajo cuya relación con el ámbito documental tiene mucho más sentido del que se podría establecer en una primera toma de contacto. Lo que concreta en esencia Mader a través de esa mirada que se asemeja más que otra cosa a la de una documentalista, es un ejercicio de cine social encubierto, de reverberación de una realidad muy concreta, mediante las formas de ese mecanismo de observación que puede llegar a ser el documental. Es esa observación, precisamente, lo que permite a la austriaca establecer las bases de un film en el que la rutina filmada forja un patrón idóneo para seguir el camino de Ewa; o mejor dicho, para seguir la lucha diaria de un personaje sobre el cual Mader no fija contexto alguno de forma premeditada; es, en su lugar, el espectador el encargado de ir desgranando poco a poco una realidad mucho más cruenta de lo que las imágenes atesoran. Y es que lejos de concebir un retrato que busque en su tono una aspereza que la propia situación y estampas ya poseen, Struggle hace gala de una marcada austeridad de recursos: no hay banda sonora alguna —más que la diegética, que curiosamente siempre hace acto de aparición en cuanto tenemos ante nosotros personajes que pertenecen al primer mundo, o dicho de otro modo, personajes cuyo sustrato económico no afecta directamente a su supervivencia—, el plano se concreta como herramienta para realizar un seguimiento marcado, sin adornos, la narrativa se encarga de reflejar esa repetición acontecida en el particular día a día de Ewa, e incluso la pronunciada ausencia de diálogos —sólo los hay cuando es estrictamente necesario— moldean el carácter del film.
De ese modo entramos en contacto con la crónica de una joven polaca que llega a Austria para intentar sobrevivir junto a su hija siendo arrojada por la precariedad de unos trabajos —el primero, recogiendo fresas por una miseria tras la gráfica charla que les es ofrecida en el autobús que les llevará a la plantación de fresales, ya resulta bastante esclarecedor— que determinan tanto su rutina como su condición. En ese sentido, Mader acierta al remarcar esa constancia, ese vaivén que prácticamente desposee tanto a Ewa como a aquellos personajes —de los cuales no llegamos a conocer a ninguno en otra decisión bastante oportuna— que le acompañan de su estrato humano, forjando una corporeidad que sugiere un intercambio puramente material, a través del que asistimos a una suerte de compraventa al pormenor de esos individuos que se dirigen de un lugar a otro empujados por una forma de comercio hiriente, inhumana.
Escindida en dos episodios, Struggle nos aleja de esa penuria alarmante para, de repente, acercarnos a la exuberancia de un primer mundo en el que seguimos a Harold. Un hombre de mediana edad, aparentemente divorciado que comparte custodia de su hija, cuyo favor trata de ganarse, y que invierte sus ganancias en la práctica de actividades sexuales de todo tipo que puedan reportarle aquello que su propio periplo vital no parece ir a otorgarle. Mader sigue esgrimiendo en este segundo tramo una forma que tiene mucho que ver con el fondo, pues esa lejanía que, en cierto modo, parece mantener la cineasta para con sus personajes, destaca un inmediato contraste entre ambos relatos en un ejercicio que no comparte atavíos de ningún tipo, y busca un retrato lo más tangible posible, algo además reforzado con una desoladora conclusión que resulta más reveladora de lo que se podría suponer en un trabajo como el que nos ocupa.
Struggle afianza así su naturaleza mediante un modo contemplativo en la filmación que no hace sino reforzar la idea de un cine cuyo ámbito es social, pero cuya relación con adulteraciones de la realidad o manipulaciones del tipo que sea, se antoja prácticamente nula. Mader crea así un mosaico tan duro como veraz, pero al mismo tiempo lo hace partiendo de un cine que abre vías hacia una apreciación de la realidad marcadamente distinta, que se mueve en otros parámetros y es capaz de recoger en apenas sesenta minutos un valioso testimonio que vale mucho más de lo que aparenta.
Larga vida a la nueva carne.