Dentro de la no especialmente muy numerosa —pero sí destacable— presencia española en la pasada 68ª edición del Festival de Berlín, la directora Diana Toucedo (Pontevedra, 1982) participaba en la sección Panorama con la proyección de su ópera primera en formato largometraje Trinta lumes. Toucedo cuenta además con una amplia trayectoria como montadora que incluye los films del pasado año A estación violenta (Anxos Fazáns), Penèlope (Eva Vila) y Los desheredados (Laura Ferrés). En su primer largometraje utiliza la aproximación documental para trazar el retrato costumbrista y el registro las tradiciones de los habitantes de una región de Galicia que no han perdido ni la conexión con su pasado ni el contacto con sus muertos a través de la memoria y de sus percepciones de la naturaleza o la realidad que les rodea. Fluye además en sus imágenes un realismo mágico evocador al que transitaba Trás-os-Montes (António Reis & Margarida Cordeiro, 1976), en un relato mítico convertido en cine que juega con la dualidad constante entre luz y oscuridad, la ambigüedad entre vida y muerte, el conflicto entre lo real y lo sobrenatural, … Del cine como relato compartido, de la localización escogida para su rodaje, su proceso de creación del film en la fase de montaje, la importancia del sonido y su concepción de la luz en el soporte digital pude hablar en esta entrevista con Diana Toucedo.
Ramón Rey: ¿Por qué escoges O Courel como escenario de Trinta lumes?
Diana Toucedo: Llevaba muchos años viviendo en Barcelona. Había estudiado en la ESCAC (Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña) y estaba en un momento de replantear muchas cosas, cuestionarme muchas cosas a nivel vital. Qué hago, quién soy, cómo inicio mi carrera. Y ya estaba trabajando de montadora, pero además sentía como una fuerte necesidad de contar algo. Pero no tenía muy claro qué. Había varios temas que me interesaban mucho y en esta cuestión de sobre qué hablar y cómo sentí que lo que tenía más cerca —una cuestión muy de mi pasado, mis orígenes— tenía que ser algo que estuviese ahí latente, en primer término. Entonces fue cuando me cuestioné la posibilidad de volver a Galicia y hablar de aquello que yo tenía más cercano o a mi alrededor.
Pero de donde yo soy —que yo soy de la costa—, parte de estas tradiciones, herencias, leyendas, mitos, relatos, … ya no estaban tan vigentes o tan fuertes, pero en esta zona sí. Además el Courel lo tenía muy idealizado. Primero por el poeta Uxío Novoneyra, que es un poeta gallego muy importante, que sus poemas y relatos son espectaculares y me habían hecho una construcción también imaginaria del Courel muy interesante. Por ejemplo, él la definía siempre como un iceberg: que lo más importante está debajo. A mí eso me pareció muy sugerente para poder abordar cinematográficamente esa zona. Y al mismo tiempo también que ahí sentía que había muchas cosas de las que yo quería hablar en primer término o vivas. Como era la cuestión del tema principal de la película de la vida y la muerte, como todo ese casi sistema de creencias, una idiosincracia incluso cultural, humana… Y al final, cuando fui, estuvimos haciendo un proceso de investigación de dos años y algo, en el que íbamos cada dos meses o tres, diez o quince días, a estar con ellos. Porque yo lo que sentía es que necesitaba formar parte, para a partir de ahí empezar a construir algo con ellos. Rápido me di cuenta de que sí, que la película tenía que suceder allí de forma inevitable e irremediable.
R. R.: Tienes una amplia experiencia como montadora. Supongo que afrontarás de manera muy diferente el trabajar con tus propias imágenes a hacerlo con las de otros.
D. T.: Sí, mucho. Primero porque en ese momento de ser directora y de repente pasar a la sala de edición me di cuenta de todo lo que llevas detrás. Todo lo que tienes en tu mochila de una enorme cantidad de vivencias de cosas que han sucedido, que a veces impregnan las imágenes y te hacen entenderlas en base a esa experiencia previa, que no tanto por lo que ellas contienen. Yo, por ejemplo, como montadora siempre tenía esa capacidad de tener una perspectiva muy limpia y muy clara, muy diáfana, hacia lo que las imágenes son de por sí. Ahí me sentí que no soy capaz de verlas sin toda esa carga casi emocional que llevo detrás. Ahí fue cuando quise entonces trabajar con Ana Pfaff. Habíamos estudiado juntas, somos superamigas y entonces fue como vayamos a trabajar para que ella me pueda dar un poco esa perspectiva y esa distancia con el material. Y estuvimos trabajando yo creo que casi más de año y medio, pero no de forma regular, sino cuando ella tenía huecos de sus pelis —yo de otras— y fuimos buscando mucho la estructura, la historia, … porque yo rodé de una forma en la que sentía y estaba completamente segura que la película nacería en montaje. El verdadero guión aparecería en el montaje. Y aunque había recopilado o intentado plasmar muchísimas cosas que quería para un posible relato, esa construcción me iba a venir después.
Y así fue. Tanto… que fue increíble. Este verano pasado, en agosto, teníamos una estructura que sentíamos que era la más definitiva, pero no acababa de sentir que era la definitiva. Y de repente en agosto estaba un día en Galicia, montando A estación violenta (Anxos Fazáns, 2017) y una noche me despierto como a las cuatro de la mañana con la primera voz en off de la película que sale, la de “Era un dos de novembre…” totalmente ahí. Me la apunté en el móvil diciendo pero cómo, una voz en off en la película. Nunca lo había pensado. Hacer a Alba tan protagonista incluso también. Y me quedé ahí pensando un par de semanas y luego, cuando acabé A estación violenta, me meto a montar una semana entera y reformulé completamente toda la película en base a esa hipotética voz en off que tuve ahí en ese momento de sueño. Fue cuando realmente encontramos la película que tenemos hoy.
R. R.: En un texto tuyo de la Mostra de Cinema Periférico (S8) decías algo así como que en la sala de montaje digital todo surgía del negro. En tu película hay todo un gradiente desde la oscuridad casi absoluta con esas linternas y esa luz que satura en algunos momentos el plano. Parece que estuvieras explorando los límites del digital para capturar la luz.
D. T.: Me gustaba mucho trabajar con esos límites. Cuando escribí ese texto… es una de las cosas que siento de una forma muy firme, que los montadores contemporáneos trabajamos a partir del negro. Pero que también eso para mí era muy bonito, porque me conectaba —o siempre he hecho esa conexión— con un autor que también me encanta, que es Aby Warburg. Él hacía paneles enormes negros y a partir de ahí iba creando sus propios montajes con imágenes para explicar la historia del arte en toda la humanidad. Y había uno muy bonito, que él decía que ahí de repente en esos paneles donde él iba relacionando todas esas imágenes, emergían ciertos gestos, ciertas resistencias que podían aparecer en el siglo I y luego de repente en el XVI. Eso me pareció muy interesante a la hora de concebir el montaje. Porque una película muchas veces presentas una serie de cuestiones y luego se van desvaneciendo y apareciendo a lo largo de la película. Entonces para mí la cuestión de la oscuridad y la luz, como esa forma de aparición y desaparición, está ahí constantemente. Y lo quise trabajar de una forma muy literal como en los ejemplos que tú cuentas, que has visto perfectamente, cómo también esa luz y esa oscuridad está ahí presente en el fondo como un juego de dualidades y de opuestos, que para mí también la película trabaja todo el tiempo.
R. R.: Se ve un antagonismo fuerte entre luz y sonido. La luz aportando la parte realista y el sonido introduciendo elementos más sobrenaturales. Contrapunto que se extiende a otros elementos, explotando constantemente esa dualidad que comentas: luz y oscuridad, vida y muerte, …
D. T.: Completamente. Para mi era una de mis obsesiones trabajar con eso casi de punto de partida. Sentir esa fuerte necesidad de comunicar algo y al mismo tiempo acercarte a un lugar, acercarte a unas personas en el fondo para conocerlas, pero en el fondo también para darte cuenta de lo poco que te conoces tú. Era una ambigüedad constante.
La cuestión de la imagen y la cuestión del sonido para mí son dos elementos que siempre concibo como unidos casi al cincuenta por ciento. Hay gente que le da mucha importancia a la imagen y tiene que ser lo primero, pero yo siento que el sonido es el otro cincuenta por ciento. Y el sonido tiene que trabajar —o al menos yo lo siento así— a veces en un nivel como más sensitivo, más de percepción, incluso más de piel, que la imagen. Porque muchas veces la imagen, al recibirla por los ojos la racionalizamos directamente y nuestra percepción de ella de repente se ve articulada de una forma muy racional. Y a veces el sonido no. El sonido no conseguimos racionalizarlo. Nos llega, nos toca, nos hace sentir. Entonces ese viaje que Alba también hace —ese estar abierta a una percepción de un entorno a partir de un viento que la toca, o un sonido que escucha, o una vibración que siente— me permitía trabajar con el sonido a este nivel. Para intentar llevar todo ese universo y todo ese mundo perceptivo también al espectador a partir del elemento más sensorial.
Y luego ese salto a lo fantástico es cierto que es arriesgado. Yo me lo cuestioné un montón de veces. Pero también era como decir: cómo puedo hacer visible lo que no es visible. Esos muertos, esas presencias, esa vida que ya no está pero que pudo existir, el tiempo en sí mismo. Porque también la circularidad de la película… para mí era muy importante hacernos cuestionar también la cuestión del tiempo en sí. Eran elementos que ¿cómo se plasman? ¿cómo se hacen visibles? Es siempre el punto del cine de sugerir, de que el espectador construya. Pero la cuestión por ejemplo de las partículas o de esas presencias que de repente se manifiestan sentí que eran necesarias para poder hacer una conexión con un elemento sobrenatural o una presencia más fantástica pero visible. Es decir, que no sólo Alba percibe sin tener algo material a lo que poder agarrarse, sino que eso se puede materializar. Y al mismo tiempo también como una posibilidad de algo que allí existe. En verano hay muchas luciérnagas en esa zona. La idea del punto de luz, de la luciérnaga, partía un poco como un elemento natural pero que al mismo tiempo también puede ser un elemento fantástico. Y la luciérnaga siempre ha sido un animal que ha estado en los relatos en varios terrenos.
R. R.: Aparece también la dualidad del pasado con el presente. Dualidad que afecta a esas gentes, que tienen al final una vitalidad que nada tiene que ver con esa añoranza que se les supone por ello.
D. T.: Pero eso es una visión muy superficial y un juicio muy erróneo. Era un punto de cierta reivindicación. Estamos muy de espaldas a muchas cuestiones de lo rural, de nuestras herencias, tradiciones, … y en esto muy concreto del tiempo también. Esta gente tiene una mentalidad muy de que el tiempo presente, pasado e incluso un futuro están entretejiéndose constantemente. Es una idea muy asiática, incluso muy africana también. Para mí era importante traerlo a colación, manifestarla, y ver que este sistema de creencias puede ser posible y no tenemos por qué vivir únicamente nuestra percepción de un tiempo lineal —con una percepción supercientífica del mundo y racional—, sino que hay la posibilidad de muchas otras formas de percepción que serían tan válidas como la imperante en nuestra sociedad más científica y tecnológica. Para mí era importante hablar de eso sintiendo que igual estamos dando la espalda a algo que somos en realidad. ¿Y por qué hacerlo?
R. R.: En Trinta lumes se muestra mucho la importancia de la tradición oral para transmitir relatos de la cultura popular y el cine ha absorbido esta función, aunque puede que se haya perdido algo en el camino al traducir sus códigos. Tu propia película de hecho al final se convierte en un relato mítico de los que están introducidos dentro de ella.
D. T.: Vuelvo otra vez a la cuestión de la percepción. Siento que el cine puede hacer mucho esa labor —y la hace— de cuestionarnos nuestra forma de entender el mundo, de percibir el mundo. Creo que el cine ahora mismo es —y lo ha sido durante muchos años— una ventana a nuevas culturas, otros conocimientos, otras personas. Es el otro que significa y al mismo tiempo también el yo, el nosotros, el quienes somos a partir de dónde venimos, … de todas estas tradiciones. El cine tiene que seguir haciendo esto de que nos ponga en cuestionamiento de quién somos, de dónde venimos y cómo podemos en el cine aunar y condensar parte de todo este pasado, hacerlo presente, pero en el fondo también como resistencia para un futuro. No me gusta caer en cosas más folclóricas de crear un testimonio por el valor indiciario de testimonio, sino que también el cine pueda construir una experiencia. Y creo que no sólo la transmisión de un relato, de un mito, sino que tenemos que hacer sentir que ese relato es posible y hacérselo vivir el espectador. O sea que creo que no sólo puede ser un medio de transmisión sino que también un medio de vivencia y de crear emociones en torno a ese mito.
(Entrevista realizada el 18 de febrero de 2018)
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.