Aleksandar Petrović fue uno de los creadores de la Ola negra yugoslava, conocida por su opacidad narrativa y su pesimismo con respecto a la política oficial. Entre sus cintas más aclamadas destaca Tri, nominada al Oscar a mejor película extranjera en 1966.
Durante mucho tiempo en Yugoslavia, al igual que sucedía en la Unión Soviética y en sus países títeres, se práctico un cine de exaltación ideológica situado en una Segunda Guerra Mundial donde se mostraba al héroe del llamado realismo socialista (si alguna vez os habéis quejado de cierto cine bélico patriotero yankee no os perdáis el del otro lado del telón de acero. Es igual de ridículo). Por suerte, pronto el país balcánico se desligó de Moscú e inició un camino en solitario entre los dos bloques emergentes tras la mencionada guerra. Esto llevó a una liberalización de la política cultural y del control de las producciones impensable en otros países de influencia socialista. En este marco, Petrović realiza Tri, peculiar mirada sobre la guerra.
Dividido en tres partes situadas al inicio, durante y al final de la contienda, seguimos a un hombre Milos, nuestro protagonista, que en cada segmento interviene y/o asiste en situaciones llenas de crueldad perpetradas por todos los bandos.
La primera historia nos lleva a los primeros días de guerra, con Yugoslavia sumida en el caos y el pánico por los ataques de la aviación enemiga (el país fue invadido por hasta 4 ejércitos diferentes y cayó en apenas 12 días), un grupo de refugiados espera en una estación ferroviaria con la esperanza de coger un tren y huir de las zonas de combate. Hasta allí llega Milos, que comprueba en primera persona hasta que punto llega la maldad humana. La dirección, apoyada en una fotografía en blanco y negro, disecciona en los rostros de la multitud la estupidez, mezquindad y crueldad de la masa. No deja de resultar curioso que para ello se elija en más de una ocasión mostrar un montaje soviético clásico, sin un predominio de un personaje principal, utilizando las técnicas de los directores rusos de los años 20 con el propósito contrario para el que fue creado; si en La huelga o El acorazado Potemkin se usaba como recurso para huir de un héroe individual y aunar en la idea de que el héroe es el pueblo revolucionario, aquí se usa lo mismo para hablar de un acto atroz, vengativo e injustificado de la masa borreguil. Digno de mención también es el uso de los movimientos de la cámara con los soldados del tren, acercándonos a sus rostros a medida que el paneo (movimiento de la cámara) sigue su curso, acabando en caras cruelmente alegres ante el espectáculo divertido al que asisten, mientras huyen del frente y abandonan a la mencionada masa a su suerte.
Desesperados y abandonados por el ejercito, la masa decide divertida saquear todo a su paso. Así, quedan retratados robando centenares de ovejas de un vagón olvidado, mientras unas ocas asustadas dan vueltas en circulo sin dejar de hacer ruido. Imágenes poderosas que reflejan cual es la opinión del cineasta sobre esa masa; una masa que pasa de despreciable a desamparada en cuestión de segundos.
La cosa alcanza su punto álgido en un final desolador, donde hasta la propia masa parece arrepentida de su rabia y falta de reflexión. Pero tras ese breve instante redentor, la masa vuelve a ser masa, y como un rebaño sin pastor siguen comportándose.
La segunda historia, ya en plena ocupación extranjera, nos muestra a Milos convertido en un partisano, huyendo de las tropas alemanas. Lo que sigue es un auténtico ‹tour de force›, con nuestro protagonista extenuado, con el enemigo pisándole los talones en todo momento. La cámara captura a los alemanes como diablos donde el rostro es sacrificado en beneficio de las armas que portan. Tampoco es de extrañar, ya que toda persona con un rifle o pistola nos es mostrado con asco por la mirada del cineasta. Se deshumaniza a los alemanes mientras el protagonista y su nuevo compañero huyen como alimañas por todo tipo de terreno. Son impresionantes los momentos donde un avión enemigo intenta dar muerte a los partisanos (recuerda mucho a la cinta húngara Los rojos y los blancos, de Miklós Jancsó, aunque sin el virtuosismo de éste). Es entonces cuando volvemos al montaje de planos cortos mostrándonos el rostro de los ocupantes de la avioneta, mientras divertidos disparan y juegan con sus presas. De todas formas, se consigue huir de la criminalización exclusiva del bando invasor por lo mentado anteriormente; todo aquel con un arma muestra una actitud de desprecio por la vida humana.
De todas formas, por no dejarlo pasar, también es digno de mención la relación entre los fugitivos, llenos de una fraternidad sin apenas palabras, y donde se ve claro, aunque quede subrayado en un momento dado por el diálogo, que lo único que les queda a esos desechos humanos, es la compañía del otro.
La última historia fue la más difícil de tragar para el régimen yugoslavo. En los últimos momentos de la guerra, con los alemanes y sus aliados en franca retirada, nuestro protagonista observa desde su ventana a un grupo de prisioneros que tras una pantomima de juicio se decidirá si serán ejecutados. Entre los presos, sobresale una mujer sensual y atractiva con la que mantiene un diálogo mudo a base de sinuosas miradas. Vislumbramos la guerra interna de Milos, que no consigue entender en su interior como es posible tal acto de crueldad por otro ser humano, sobre todo tras el periplo que le hemos visto pasar en las dos anteriores historias.
En todo momento hay personajes que intentan justificar los actos que observamos, pero la cámara y el rostro de Milos nos dicen que el director se posiciona valientemente contra todo tipo de barbarie humana, provenga de quien provenga. De igual manera, creo que su intención al poner en boca de algunos actores los motivos que llevan, por ejemplo en lo referido a la bella Senka Veletanlić Petrović (¿pariente del director?); por mucho que se nos diga que era la amante de un alto cargo Nazi, sigue sin poder justificarse en el alma de Milos la acción de castigo a la que puede ser sometida.
Hay mucho más que contar, desde la utilización de los zíngaros, que será una constante en el cine balcánico, el uso de la música, la fotografía naturalista sin luz artificial, los detalles simbólicos del retrato, lo que se dice sin palabras de difícil alcance para alguien ajeno a la época/lugar (en la última historia es probable, a mi parecer, que Milos se encuentre en una habitación que había pertenecido a algún colaborador de los alemanes, es por ello sus largas miradas en silencio a los retratos de los antiguos dueños), pero tampoco se trata de destriparlo todo y dárselo al espectador potencial bien mascado.
Es una obra fascinante, un grito pesimista por la humanidad y la fraternidad entre iguales. Simplemente maravillosa.
Petrović tuvo problemas con las autoridades yugoslavas, sobre todo a raíz de posteriores cintas hasta la acusación de anticomunista de la que fue objeto a mediado de los 70, por lo que decidió exiliarse a la Europa Occidental. Regresó a finales de los 80, donde a parte de proseguir su labor cinematógrafa fue uno de los creadores del primer partido democrático de Serbia, de corte socialdemócrata. Pero eso es otra historia.
En serio, dadle una oportunidad a la cinta que bien lo merece.