Una mujer se mueve nerviosa por una habitación. Su respiración acompaña los movimientos y muestran un deseo, su paso de nerviosismo a calma. Su capacidad torácica nos informa de una predisposición al trabajo del diafragma. Y así está, el sonido, la capacidad de condensar un estado de ánimo con el simple acompañamiento del sonido de la vida, el aire que fluye dentro y fuera, dentro y fuera de su cuerpo, y cuya velocidad determina su emoción.
Esta es solo una mujer. Una amiga de infancia que tiene una cita, ya ineludible, con su pasado más cercano. Ella es joven, su pasado también. El pilar de esta historia es Julie, con una presencia menuda, desacompasada con el movimiento de la vida, triste, blanda. Julie que vive alejada de los movimientos de una gran ciudad y que encierra, ya desde un primer vistazo, toda la sintomatología de la depresión. La que no duele, la que no se intenta ocultar, la que separaría a cualquiera de la realidad.
Julie cuenta una historia cuando ambas se encuentran en un frondoso bosque, una historia ya legendaría de la que se destila una enseñanza atractiva e hiriente al mismo tiempo «hay que estar perdido para encontrar el jardín». Perder todo contacto con la realidad para encontrar un paraíso. Desaparecer a ojos de todos para disfrutar de un secreto. Un camino que se comprueba perdiendo todos los sentidos menos el oído. La guía sonora. Aquello que va más allá del ruido ambiental.
Hay un tercer personaje. Una madre. Es el nexo que no se apropia de su rol y a la vez la fuente de toda preocupación. Llega el momento en que las tres mujeres se reúnen en una playa blanca, amurallada por altas rocas igualmente blancas, donde ya hemos afianzado la necesidad de ese acompañamiento sonoro, básico para el film, y donde, en una jornada de ambiente estival, con agua, sol y vino español hay un entendimiento implícito entre ellas, una conexión relajada y distante, con sonrisas cómplices en ese descanso regalado.
Songs in the Sun es una película de mínimos, y aún así extremista en sus cualidades. Los físicos llegan a su límite cuando parece que el cerebro no es capaz de transformar la información, y detalla así las consecuencias del silencio, que tan bien se vincula a los secretos más personales.
Con solo tres personajes es capaz de vertebrar una misma situación a través de tres miradas distintas, con implicaciones dispares y errantes, en un ambiente sereno y naturalista. Poco a poco el drama se acoge al entorno, y son la respiración entrecortada, los movimientos desasosegados, o la simple mimetación entre las más jóvenes —que se aprecia en el vestuario, las formas de actuar frente a la madre, ese momento en que uno queda apocado ante una situación inesperada—, las que muestran una evolución en la historia —o una involución, según se aprecie lo que va ocurriendo—.
La película se comporta en conjunto como un ente orgánico, mezcla sensaciones, sentimientos y formas de la naturaleza, como si de una tormenta se tratase. Un debut atrevido y cambiante, que sabe marcar el suspense ante una enfermedad sin dolor, ante una amistad apagada, en una isla en la que ya no queda nadie, ni siquiera amor propio. Un canto, en definitiva, a la soledad.