En medio de unos años sesenta fuertemente marcados por la guerra fría, el doctor Hoffstetler (Michael Stuhlbag) investiga un anfibio hasta entonces desconocido, bajo la estricta supervisión del coronel Strickland (Michael Shannon). Mientras Elisa (muchacha de la limpieza, brillantemente interpretada Sally Hawkins) se enamora cada vez más de la maravillosa criatura, el espectador, a su vez, se enamora de una historia que va resultando estar llena de delicadez y ternura. Más que por tener un guión sorprendente (de hecho, hasta puede resultar previsible), la película destaca por es ese ambiente de cuento de hadas que nos traslada a lugares remotos. Dicha sensación se da gracias a cuatro elementos constantes: la oscuridad, la sobriedad, el color verde y, naturalmente, el agua.
El laboratorio y el carácter del señor Strickland, un aterrador Michael Shannon con una ira que traspasa la pantalla, cubren lo primero. Respecto a la sobriedad, cabe mencionar la suciedad del laboratorio, el acogedor desorden de la casa de Elisa y el trasnochado y decadente cine de la misma calle donde vive la chica muda. Sólo el verde, color atribuido a la esperanza, rompe con las tonalidades siempre oscuras de la película. Se trata de un detalle visible en todas partes: las paredes del laboratorio, el pasillo de casa de Elisa, los uniformes de las chicas de la limpieza (con su tono verde turquesa, que armoniza perfectamente con el tono del agua donde guardan al animal), e incluso el agua de la lluvia, los canales… Respecto al agua, sin desvelar detalles de la trama, diremos que es el elemento que envuelve toda la historia y la hace aún más onírica.
Un mundo fabulesco que tiene por reina a una misteriosa muchacha muda, que se comunica en lenguaje de signos, dibujada por la delicada y cuidadosa interpretación de una brillante Sally Hawkins. Un personaje que va abriendo poco a poco un mundo interior lleno de fantasía y preciosismo, que solo es comprendido por los ojos del bello anfibio. Su humildad, sencillez, inocencia y timidez contrastan y luchan a la vez con sus estallidos de creatividad y locura, que nos recuerdan al entreñable personaje de Amélie Poulain. Pero no es solo su carácter lo que nos enamora: también las relaciones de amistad que guarda, especialmente con el adorable Giles, su compañero de piso (Richard Jenkins), y con Zelda (Octavia Spencer). El cariño que hay entre Giles y Elisa en momentos como el del baile de claqué o la fidelidad y compromiso incondicional que muestra Zelda hacia Elisa desprenden inmensas oleadas de ternura. Por último, la belleza de la relación entre el animal fantástico y Elisa nos hace dejar de lado cualquier crítica a la verosimilitud de la historia: el cuento que Guillermo del Toro nos propone encuentra su escapatória en el campo fabulesco.
El mundo de la comunicación no verbal entra en escena de forma apasionante cuando el animal aprende algunas palabras en el lenguaje de signos. Sus miradas, tiernas y rendidas al amor, insisten en el mensaje de la película: lo bello del amor radica en amar a lo distinto. Pero esta historia suma algo más al mensaje, pues no sólo dinamita las fronteras de la edad, origen, género o raza, sino también las de especie. Aún habiendo existido historias parecidas (caso evidente de La bella y la bestia), esta destaca por su humildad y sencillez.