Ambre hace mímica delante de los compañeros de su clase. Ríe a carcajadas al tiempo que interpreta con sus gestos el título de una película. Los demás no saben de cuál se trata, pero ella sigue riéndose, Charles deja de hacer los deberes y sale de su habitación para jugar con Jason. Lejos de allí, Camille quiere subir la casa soplando un globo que siempre se le escapa por la fatiga. Imad habla por los codos con su madre, sus amigos, o con el bombero que le enseña cómo lanzar el chorro de agua con la manguera. Y Tugdual mira pensativo por la ventana del coche cuando va hacia el hospital. Los cinco cabalgan a lomos de los mistrales para que la corriente no les detenga. Caminan siempre a favor del viento.
Más allá de la condición de ópera prima que atesora Ganar al viento, el film se ofrece como una obra única, que puede recordar a otras visiones de la infancia de cineastas franceses como François Truffaut o Jean Vigo, pero no en el aspecto referencial sino en la libertad de tratamiento en su acercamiento a la niñez. Porque la razón de ser del film es dejar constancia de la vitalidad, fuerza y alegría de un grupo de chavales de distintos lugares, con circunstancias familiares y sociales también distintas, pero conectados por padecer cada uno de ellos una enfermedad rara o terminal.
El drama está servido, se podría decir, pero en pantalla se desarrolla una película luminosa, capaz de contagiar alegría sin renunciar a los sentimientos, aunque no recurra a subrayados sentimentales para congoja del espectador. Porque la estructura de tres actos sirve como coartada para presentar a los cinco personajes, seguirlos en sus acciones cotidianas y despedirse de ellos hasta la próxima ocasión. Pero el esqueleto del guión es un núcleo flexible que salta de un niño a otro, para recuperar luego a la niña y ver de paso qué tal van los demás. Con un desarrollo muy dinámico que propicia un metraje que ronda la hora y veinte minutos, pero con la virtud de dejar al público con ganas de conocer aún más sobre los chicos.
Todo comienza con juegos, ya sea el de interpretar y hacer mímica, algún otro de mesa como el Uno, incluso un partido de fútbol o al escondite por los pasillos de la clínica. La directora y guionista decide acompañar a los chavales con una cámara cómplice, atenta a sus carreras, a sus reacciones y ocurrencias, sin guiarlos ni corregirlos, escogiendo reacciones espontáneas como si extrajera diamantes del amplio material grabado en bruto. Posteriormente continúa de forma más sosegada durante las consultas y tratamientos específicos de cada uno de ellos, pero sin perder el espíritu lúdico que impera en todo el metraje. Aunque las enfermedades que padecen sean tan serias como el cáncer de Tugdual; la deficiencia cardiaca de Ambre; la diálisis para Imad por su insuficencia renal; la necesidad de un transplante de médula ósea en el caso de Camille; sin olvidar la más extraña de Charles, que afecta a una piel hipersensible. En este desarrollo es cuando se manifiesta todavía más la grandeza expositiva de la realizadora, que deja que sean los propios niños los interlocutores y narradores de lo que les sucede, obviando la terminología médica, permitiéndoles contarlo con sus propias palabras, narrando ellos mismos los síntomas, curas, ventajas y adversidades. Para volverlos a unir en imágenes de otras actividades con sus familias, mediante un interludio musical apoyado en la canción que da título al film (Et les mistrals gagnants) un intermedio melódico que desemboca en las reflexiones finales de los cinco infantes para dejar un final totalmente abierto.
Anne-Dauphine Julliand, periodista muy conocida en Francia por haber escrito dos libros relacionados con casos similares, realiza un documental que no deja de serlo a pesar de moldear las normas del género a su antojo, con naturalidad, sin apoyarse en lastres testimoniales, entrevistas con personal sanitario o textos explicativos que distraigan de lo más importante. Atenta a unos chavales que comunican tanto como cualquier locutor experto. Contagiosos en su humanidad y viveza. Con la certeza de que lo mejor está por venir, a poder ser de la misma manera que escribió Alejandro Dumas padre, Veinte años después.