Resulta un hecho muy gratificante encontrarse con una propuesta tan marciana como esta Resurrection, ópera prima en el largometraje del debutante Kristof Hoornaert. Sin duda una rareza. Pues son pocos los valientes que se atreven a dar su primer paso detrás de las cámaras apostando por una cinta que prácticamente no cuenta con ningún tipo de picante ni ingrediente que pueda llamar la atención del gran público. Esto es, una película protagonizada por dos únicos personajes que sustentan todo el engranaje del film (tan solo aparecerán a modo testimonial un par de intérpretes adicionales en el rol de una pareja de policías). Los dos varones. Ninguna mujer por tanto para insertar la típica subtrama romántica. Sin sexo (aunque el argumento parezca encerrar un relato de amor gay otoñal, para nada será esto lo que contemplaremos). Brindando de cara a la galería únicamente un par de escenas de desnudos integrales de ambos protagonistas pero por separado, sin ningún tipo de roce de piel ni comunicación adicional ni aliciente alguno para aquellas mentes más calenturientas. Tampoco nada de intriga. Y sin diálogos, pues uno de los protagonistas no abrirá boca en todo el metraje, siendo por tanto los soliloquios del personaje más veterano los únicos sonidos (además de los ambientales) que escucharán nuestros oídos.
Por tanto nos encontramos ante una película compleja de digerir. Un alimento no apto para estómagos acostumbrados al ‹fast food› y a las prisas. Aquí el reposo conquista todos los sentidos, tanto internos como externos, pues Resurrection es cine sensual en estado puro. Bordeando los límites cosidos por maestros como Dreyer, Antonioni o Tarkovsky, trenzada a través de metáforas silentes y sosegadas y contextualizando en una historia pagana algunos símbolos sacro-religiosos que releerán algunos pasajes de la Biblia desde un respeto trascendente, pues parábolas como las de Caín y Abel (la escena que abre la película mostrará a un joven asesinando de una pedrada a otro mancebo que resultará ser su hermano), la del hijo pródigo (con ese anciano ermitaño que abandonó todo contacto social debido a una herida de su pasado y que acogerá como a un vástago a un extraño joven que yace moribundo en el bosque donde se halla su apartado hogar) o el Calvario y la propia resurrección de Cristo que da título al film, serán recreadas con mucho estilo e inteligencia por un Hoornaert que parece saber muy bien lo que se trae entre manos.
Sin duda el anciano parece representar a una especie de Dios que guiará con sus acciones a un heterodoxo Mesías que no está muy por la labor de asumir la culpa ajena. Y aunque no se nos ofrecerá ningún tipo de justificación ni explicación de los motivos que impulsaron al viejo anacoreta a acoger a su nuevo compañero sin nombre, poco a poco iremos tomando conciencia de las interioridades del relato, mediante gestos mínimos, mensajes subliminales y gracias al empleo de un lenguaje narrativo ciertamente conmovedor y punzante que sacará todo el partido posible al escenario natural en el que se desenvuelve la trama así como a un par de actores sumidos en un estado de catarsis permanente que no torcerán el gesto en ningún momento moviéndose como un par de almas en pena castigadas a vagar en un purgatorio inexpugnable entre las cuatro paredes de su particular cárcel.
En este sentido la sinopsis no será pues el punto determinante del resultado final buscado. Detallar paso a paso cada uno de los episodios que componen el todo de esta pieza de arte y ensayo creo resultaría un ejercicio vacío por mi parte, pues esta es una película elaborada a través de capítulos dispares que no siguen una línea recta. Es, por contra, una manufactura elaborada de manera apacible que tratará de encender con llamas un ambiente gélido como un témpano a través de una historia que aborda temas tan diversos como la soledad, el vacío existencial, la incomunicación, la religión, el amor, el homicidio, la amistad y la elegía sin pretender dar lecciones morales ni adoctrinamientos y haciendo del tedio su principal arma. No puedo por ello recomendar esta película a quienes adquieran una entrada de cine con el único objetivo de pasar un rato entretenido contemplando toda una galería de artificios y diálogos sin tregua, pues me tacharían de mentiroso y acertarían. Sin embargo, esta si que es una película que adorarán los cinéfilos más intelectuales y existencialistas. Esos que siempre tratan de buscar un mensaje o acertijo mediante el estudio de la composición formal de la escena, siendo la arquitectura visual e idiomática del film (muy elegante y estudiada) su principal baza de conquista.
Dos horas de apatía y languidez. Dos horas perdidas pensarán muchos, que al contrario serán fascinantes para otros. Una especie de Ordet con trazos de El caballo de Turín de Bela Tarr y el Sacrificio de Tarkovsky. Una obra que ambiciona traspasar las fronteras del entretenimiento abrazando las de la metafísica filosofal sin ruidos musicales ni adornos de ningún tipo, optando pues por la naturalidad exenta de exhibicionismo. Y es precisamente esa arriesgada puesta en escena alejada de modas y patrones típicos del cine de autor contemporáneo (donde el exhibicionismo y el sensacionalismo facilón suelen primar respecto a otros carices menos seductores desde el punto de vista de la visibilidad comercial) el aspecto más potente de una película que a pesar de su pretendido enfoque minimalista ofrece una clase magistral de técnica cinematográfica y pictórica a través de una perspectiva radical, extrema y revolucionaria patrocinada por un director novato que seguro tendrá mucho que decir y aportar en un futuro próximo.
Todo modo de amor al cine.