Tratándose esta de una secuela directa de uno de los éxitos del terror americano para la industria como lo fue en su día Terror en Amityville (1979), a muchos sorprenderá el ver como firmante a todo un incesante artesano del cine popular europeo como Damiano Damiani, vestigio absoluto del cine comprometido en la pura tradición del cinemabis italiano desde el mismísimo neorrealismo hasta la efervescencia de los subgéneros. Pero sí, esta segunda parte, llamada Amityville II La Posesión, y que también tiene representación italiana en la figura no acreditada del todoterreno Dino de Laurentiis a la producción y el director de fotografía Franco Di Giacomo, se toma sus licencias en su naturalidad continuista, con el intento de fecundar una historia que poco tuviera que ver con los hechos ocurridos en su predecesora, aún pudiéndose asociar como una precuela de aquella. La imaginería respecto al caso de Amityville, basada en un supuesto caso real y con un best seller que con énfasis narrativo trataba de recrear lo acontecido en la considerada casa maldita de América por excelencia, es tratada aquí con un guión de Tommy Lee Wallace (futuro realizador en aquel entonces de la maravillosa Halloween III El Día de la Bruja o la adaptación televisiva de It) con una división en dos partes, claramente diferenciadas, bajo un contrapunto estético interesante aunque con sorprendentes disonancias.
La historia comienza con una idea global muy similar a la de la primera película: familia, aparentemente modélica, que se instala en una casa soñada, donde siniestros sucesos comienzan a perturbar la existencia del más clásico sueño americano. En realidad, la cinta se labra en este primer segmento más asociado a lo sobrenatural y esotérico, unas connotaciones que la hacen inspirarse en lo que sí sucedió realmente en Amityville, como un capítulo popularísimo en la historia criminal americana: el joven Ronald DeFeo asesinó a toda su familia bajo un hipotético influjo del propio inmueble, justo antes de que los sucesos paranormales que fomentaron la leyenda sucediesen. Damiani da consistencia al guión de Wallace con unos muy interesantes apuntes escénicos, realzando la sensación de sordidez de la propia casa. Se centra en la propia intrahistoria del joven que percibe la propia vigorosidad espiritual de la mansión, levemente asociado con el reverso sobrenatural que se hizo en su día al asesinato de los DeFeo, como ocurriría también con el antagonismo excelso en la relación con el padre de familia; llama poderosamente la atención un curioso e inesperado apunte, que se trae para sí esta película: la incestuosa relación con la hermana, ajena a sutilidades, que aquí eleva la particular y sentida relación que dos de los hermanos DeFeo parecían tener en el caso real, según las crónicas.
Pero lejos de añadir ciertos apuntes dramáticos a la propia idiosincrasia de la leyenda real de lo sucedido en la casa de Amityville, esta secuela destaca por el empeño de Damiani de convulsionar un concepto de terror donde la atmósfera ocupa una importancia trascendental: será en base a juegos de plano, con un dibujo del enclave tan embriagador como sofocante, los que tracen la manera en la que el elemento terrorífico domine la trama. Esto, con un empeño discutible sobre el propio trabajo actoral, salva una película que se mantiene fiel a sus necesidades productivas, aunque se note en ciertos momentos que el director italiano luche contra unos factores que podrían haber llevado a su producto al sello televisivo. No obstante, el primer tramo de Amityville II La Posesión supone un ejercicio de suspense donde el artificio está bien medido, y que propone una interesante fusión entre el tipo de resoluciones visto en otras películas de la vertiente aunque añadiéndole cierto barroquismo muy ligado a la propia mirada artística italiana.
Por el contrario, y esto habría que achacárselo principalmente al propio guión de Tommy Lee Wallace o las exigencias productivas que pudiera haber en él, el segundo tramo de la historia se centra en coger todos y cada uno de los clichés del cine de exorcismos, elevados al mainstream por la inconmensurable El Exorcista (1973); a modo de imitación, el film pierde completamente su condición y echará por tierra los interesantes acabados formales vistos anteriormente, bajo un ímpetu por el émulo muy impropio del autor, aún con el respeto al enfoque lúgubre visto en toda la película. Quizá por el rápido interés de pergeñar una secuela rápida, o la escasa necesidad de ampliar aún más la iconografía que rodea a la famosa casa maldita, esta secuela navega dentro de su franquicia como una rareza, con unas ópticas interesantes, pero coaccionadas por su estampa de producción.