Aunque más de uno le recordará por haber ganado la Palma de Oro con El árbol de los zuecos en 1978 o incluso el León de Oro en el 88 por La leyenda del santo bebedor, en el cine de Ermanno Olmi hay muchos más triunfos que saben conjugar a la perfección un cine pasado y uno propio de los que el transalpino sabe sacar el máximo partido haciendo que sus títulos resulten algo tan personal e intransferible, que si bien puede que se acojan a determinados códigos, se pueden reconocer como algo único cuya máxima reside en un humanismo que no es óbice como para que el cineasta no apunte hacía un cine más agridulce de lo que podría parecer en un principio.
En El empleo, título escogido para hablar del cine de este pequeño genio italiano, esos códigos apuntan directamente a un movimiento, el neorrealista, del que Olmi extrae todo su jugo sin conservar el aspecto formal del que hacían gala propuestas como las de Rossellini. El empleo es, en efecto, una relectura de ciertas características de ese movimiento donde esa lucha de los italianos por subsistir cambia de marco y se traslada del entorno que predominaba en el neorrealismo, a un contexto posterior, en el que ya no se atisban las desgracias de esa Segunda Guerra Mundial, pero que define este cine social a la perfección.
Un contexto que es trasladado al espectador con tenacidad en un primer diálogo de un personaje (el del padre) que apenas vuelve a aparecer el resto de la obra, y que ofrece al espectador en apenas unos segundos una perspectiva acerca de lo que acontece en tierras italianas. Con unos intertítulos perfectamente colocados, Olmi termina de situar al respetable para sumergirlo en una cinta de cadencias que nos llevan a distintos extremos pero se complementan a la perfección en un equilibrio tonal que obtiene su punto álgido en una portentosa conclusión.
Empecemos, sin embargo, por el principio. El empleo nos presenta a Domenico, un muchacho de clase baja-media que se dirige hacía la gran capital para intentar conseguir un empleo. Una vez allí, y tras un rigoroso proceso que nos llevará a conocer las entrañas de un sistema frío como un témpano, a través del cual conocerá a una muchacha apodada Magalí con la que entablará una particular amistad que precisamente será el motor de esa faceta más terrenal que se erige como contrapeso ante ese deshumanizado método de selección en el que los encargados de realizarla parecen poco más que meros robots y los seleccionados son tratados de igual modo.
Ese insensibilizado reflejo adquiere sus primeras notas cuando Olmi nos traslada del bullicio del transporte público o las calles a la glacial estampa de una distante fachada que parece incluso extraída de su propio contexto. A partir de ahí, Domenico se adentrará en el núcleo de ese edificio donde los comportamientos humanos parecen distar de lo visto hasta ese momento (la rigidez ante la llegada del jefe, la parquedad de palabras, e incluso el silencio imperante y la austeridad del paisaje). Ese contraste se confirmará con la salida de los candidatos para entrar en otro edificio, remarcando todavía más la frialdad imperante en el panorama.
Las interpretaciones también poseen cierta importancia en una cinta que, aunque por momentos parezca indicar exactamente lo contrario, también versa acerca de los confines más humanos de los pocos personajes que son presentados en la obra. En ese sentido, tanto el intérprete protagonista como, en especial, su acompañante femenina, bordan unos papeles que, lejos de lo que podría parecer, también poseen cierto grado de complejidad al virar entorno a emociones tan viscerales (ese sentimiento que parece tener embriagado a Domenico) constituidas en un marco de extrema apatía.
Esa construcción se debe en especial a la contención de la que hace gala Olmi siempre que entramos en esos largos y silenciosos pasillos y habitaciones, donde parece que la palabra está vetada y todo atisbo de sonido que no sea el de las teclas repicando (esto es, el hombre en su principal empresa dentro de ese escenario) se asemeja prohibitivo. Buena muestra de ello la tenemos en la secuencia en la que Domenico es contratado, pero permanece varios minutos sentado mientras lo único que interrumpe ese silencio es la sequedad de las palabras de su futuro jefe, así como la aparición de algún empleado que es tratado sin un mínimo de indulgencia.
Con El empleo, su segundo largometraje tras Il tempo si è fermato, que ya demostraba la pericia del cineasta al retratar relaciones humanas en una cinta tampoco exenta de su vertiente más social, Ermanno Olmi lograba una crítica que parece construirse casi a regañadientes, pero que termina dejando claras sus intenciones con una última secuencia tan seca como desoladora, que casi sin quererlo y dentro de ese extraño y contenido tono del que hace gala la obra, actúa como fiel reflejo de todo aquello a lo que hemos asistido a lo largo de la cinta, pero en ese último plano se termina clavando con fuerza en la cabeza de un espectador que difícilmente podrá despegar de si la inquietante mirada de Sandro Panseri acompañado por el incesante tecleo de las máquinas de escribir.
Larga vida a la nueva carne.