La leyenda no se escribe con la tinta de los vencedores, mucho menos con el sudor de los justos. La verdad se cuela en los silencios, crece con las dudas hasta que huye de las noticias, de la prensa, de la versión oficial. Lo saben las viejas del lugar. Todo sería más fácil si los titulares reflejaran solamente los hechos, si contaran que dieciséis hombres partieron de pesca por el río en una mañana soleada, catorce murieron asesinados mientras que solo dos supervivientes regresaron al día siguiente al pueblo. Pero comienzan las preguntas que incomodan a los poderosos, esos mismos que inventan respuestas para que nadie se interrogue. Otra vez la misma historia, desde luego. Lo saben las viejas y viejos.
La mayor injerencia en la ficción relatada en esta ópera prima de Rober Calzadilla, se origina con la sobreimpresión en pantalla de una cita escrita por Milan Kundera: «La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido». Una sentencia que se mimetiza de forma perfecta con el nervio de la película. Podría considerarse una libertad que traiciona el planteamiento del film, pero lo cierto es que funciona como un resumen lleno de significado acerca de lo visto con anterioridad. Porque no se pueden conocer datos nuevos, más allá del macabro caso que sucedió al final del año 1988 en un pueblo venezolano, fronterizo con Colombia. El Amparo rinde su homenaje a los supervivientes y a las gentes que los ayudaron. Para elogiarlos con la mejor herramienta, que es una narración objetiva dentro de la selección de momentos dramáticos que sufren los protagonistas.
Mediante una estructura lineal que arranca desde la comedia costumbrista, pintando unos breves trazos de los personajes principales, sus circunstancias, hogares y situaciones familiares. Continuada por el reclutamiento festivo del grupo de vecinos que se apuntan en grupo para navegar por el curso del río, en pos de disfrutar una jornada de pesca. El aliento de aventura inunda las escenas, el vigor de la cámara que los sigue como otro pasajero más a bordo de las lanchas. Hasta que todo se quiebra por el corte, un fundido, la clave.
Pocos largometrajes han usado de manera tan sabia una elipsis temporal que produce tanta curiosidad como desasosiego, inquietud y rabia unidas en uno de los recursos narrativos más desaprovechados en lo que llevamos de siglo, tanto por el cine como la literatura. Todas las informaciones de las que se sirvió al gobierno venezolano, para dar su información sobre lo acontecido durante aquel lejano mes de octubre del año 1988, son eliminadas por un cambio de secuencia, una elipsis temporal que amplifica la brutalidad del suceso, al dejarlo fuera de campo. Un agujero negro que da sentido a toda la película. Una decisión arriesgada, humana, acertada para encauzar esta narración lineal planteada en el largo primer acto que prosigue titubeante por un desarrollo de la reclusión de los dos protagonistas, Chumba y Pinilla, abandonados a los recelos, odios y sospechas de los parientes de los demás desaparecidos. Sometidos a la fuerza militar, legal y —sobre todo— moral, que los empuja por el mismo laberinto que los enajena.
El director sostiene una puesta en escena diferenciada en la exposición del planteamiento, nudo y desenlace descritos por el guión de Karin Valecillos. Lo realiza con la necesidad de luchar contra la injusticia ya prolongada tras décadas, sumada a la valentía del recién llegado. Con su mirada diletante del teatro, vuelca su experiencia en los escenarios como actor y director de dramas. Por esa razón la película salta de un primer tercio absorbente, aventurero, rodado en exteriores luminosos, progresivo en interés, planificado por vistas generales de un paisaje que se desborda por la pantalla. Hasta que la vitalidad se interrumpe con la elipsis, abrupta, determinante para que el desarrollo y desenlace se confundan en un espacio interior, opresivo, teatral. Aunque todo suceda con un ritmo más moroso, las visitas de militares, abogados, allegados y otras personas que torturan vitalmente antes que de forma física a los condenados. Con la grandeza de los protagonistas y todos los secundarios que respiran al decir sus diálogos, cambiar gestos y miradas de sus caracteres.
Rober Calzadilla comienza su filmografía como cineasta con la voluntad de riesgo que deberían tener más a menudo los debutantes, sin abandonar a sus personajes ni traicionar a los espectadores. Podría haber sido más conciso en el desarrollo del metraje, pero incluso ese factor del decaimiento en el ritmo, refuerza el ambiente malsano, la oscuridad que invade a los dos hombres, esas zonas de sombra que también nos hacen dudar en la butaca de lo que les pasa. Con la virtud de no encontrar respuestas al terror de lo que sucedió, sino con la capacidad de recuperar la confianza en dos personas y un entorno que fueron culpabilizados sin motivos. Remontando con fuerza, hacia un clímax que se suspende en el origen de la idea, en la mirada a cámara de los dos presos mientras son entrevistados por una reportera. Un film que afronta un pasaje desconocido en nuestras hemerotecas de prensa. Una película que, a pesar de no haber obtenido el apoyo de una candidatura por parte de la Academia del Cine español para sus premios anuales, merecería un estreno en salas o fuera del circuito comercial.