Como cada final de diciembre, terminamos el año en el que nuestro sufrido milenio se nos ha hecho adulto actualizando el gran titular de la industria del cine anual. Este 2017, la cifra total de la taquilla nacional ha rozado sin llegar a superarlo la suma de 600 millones de euros, lo que, teniendo en cuenta que el precio medio del cine a nivel nacional se sitúa en seis euros, ofrece un total de 100 millones de espectadores que se han acercado a contemplar el milagro del séptimo arte en la oscuridad de una sala. Este dato, algo inferior al del año anterior y cuya magnitud a primera vista podría generar alivio ante un futuro en el cual el cine siga siendo, tras el deporte, el espectáculo más lucrativo de nuestra sociedad, refleja otra realidad mucho más oscura. Si confiamos en el último recuento poblacional del INE, nos topamos con un promedio de dos asistencias al cine por cada habitante. ¡Y aún hay más! De esos 600 millones que la industria ha recabado dentro de nuestras fronteras, los veinticinco títulos más taquilleros representan el 49% del total ingresado, cuando la totalidad de estrenos en salas de cine fue de exactamente 759 películas. Este panorama desolador, provocado por la sobreexplotación del concepto de “película-evento” semanal por las majors estadounidenses, quienes, no contentas con lanzar una bomba acaparadora del mercado cada siete días, muchas veces compiten entre ellas la misma semana con dos o más largometrajes del mismo o distinto público objetivo, ayuda únicamente a la consternación de las distribuidoras independientes, cuyos títulos se ven marginados viernes sí y viernes también, con muy reducidas excepciones.
Frente a esta estructura, obsesionada por la acumulación de beneficios por un minúsculo número de empresas que abanderan el discurso del buen cine comercial a base de situar largometrajes en el calendario de estrenos con varios años de antelación sin ni siquiera tener un equipo artístico previsto o, lo que es peor, una simple premisa, se alzan algunas voces malditas, con sus malditos decálogos, dispuestas a gritar los nombres de pequeñas joyas que no deberían quedar olvidadas en el incesante discurrir del séptimo arte. He aquí el mío.
10 — Doña Clara (Kleber Mendonça Filho)
El segundo largometraje de Mendonça Filho posee esa sensación de parecer el retazo de un cuadro mucho mayor del que como espectadores presenciamos en pantalla, ya sea por su argumento, el cual anticipa una interesante reflexión sobre el valor sentimental de la memoria y por ello abarca un subtexto que viaja atrás y adelante en el tiempo, o por esa diosa latina de nombre Sonia Braga, quien parece haber respirado su personaje toda una vida y haber madurado junto a él. No obstante, la decisión de su cineasta de envolver este drama interior, sobre una mujer en guerra contra una inmobiliaria despiadada, bajo un disfraz de thriller doméstico transforma la película en algo instantáneo, con voluntad de enfatizar la tensión del presente narrativo. Es esta dualidad la que hace de Doña Clara una película realmente inusual, radical y melancólica, fugaz y atemporal.
9 — La maldita primavera (Marc Ferrer)
La genialidad de esta película radica en su constante interés por tomarse en serio su extravagancia cutre-queer-feísta. No más que por asociarse al trash, irremediablemente La maldita primavera bebe tanto del primer Almodóvar como de John Waters como del camp del nuevo milenio e incluso de la estética drag, pero muy seguramente a su director todos estos referentes le importen muy poco cuando se trata de dar rienda suelta a una obra tan surrealista como desinhibida. Si uno de los muchos futuros del cine español tiende a acercarse hacia estos derroteros, que por otra parte el formato televisivo ya lleva explorando desde hace años, bienvenido sea.
8 — Muchos hijos, un mono y un castillo (Gustavo Salmerón)
El mayor acierto de esta pequeña joya documental es que bajo su envoltorio de amable y tierna comedia surrealista se halla una película trágica y por ello tremendamente humana, con profundas reflexiones sobre la pérdida, la muerte y la soledad, pero todas ellas hiladas con una gracia tan castellana, tan familiar, tan de nuestra tierra, que empuja sin descanso el llanto a la risa y la risa al llanto. Todo ello auspiciado bajo el peso del enorme personaje de Julita Salmerón, protagonista indiscutible de la película y reflejo de esas mujeres todoterreno, muchas de ellas ya ancianas, que han sabido no sólo sacar adelante a sus familias sino, aún más importante, mantenerlas unidas tras el paso de los años.
7 — Morir (Fernando Franco)
Una clara evolución de lo conseguido en La herida es Morir. Persiste la aséptica ambientación del microuniverso narrativo, al igual que la depuración interpretativa a través de la gélida belleza de Marian Álvarez, grandísimo tesoro nacional, y su capacidad para adentrarse en los rincones oscuros sin perder credibilidad, pero donde la película da un paso de gigante respecto a su predecesora es en su compromiso con la verdad. Hay una tremenda integridad en el discurso de Morir y en su puesta en escena que demuestra mucha firmeza por parte de un cineasta ya maduro, que sabe hablar de la muerte y del desencanto vital que esta conlleva sin tabúes, sin caer en lo voluntariamente tortuoso.
6 — Pussy (Renata Gasiorowska)
Pussy es una pequeña, por duración mas no por genialidad, joya polaca de animación que ha logrado colarse este año en más de un centenar de selecciones de festivales por todo el mundo. Su mayor baza está en la simpleza de su propuesta, la cual presenta a una mujer que decide masturbarse aprovechando la tranquilidad de su hogar. Sin embargo, su plan se verá trucado cuando su vagina cobre vida, se despegue de su cuerpo y empiece a corretear a sus anchas mientras interactúa con los objetos del salón, demostrándole a la protagonista nuevas formas de darse placer. El encantador trazo naif de los dibujos y los infantiles efectos sonoros provocan una disociación del fondo y la forma, y permiten simpatizar de forma notable con una muy difícil premisa que aboga por seguir derrumbando los muros de lo políticamente correcto.
5 — El viajante (Asghar Farhadi)
Si como cinéfilos de Europa Occidental admitimos el aprendizaje del estado de las cosas a través de los ojos de cineastas foráneos, a quienes a ciegas nos hemos comprometido a llamar nuestros tutores de una vida que en muchos casos no llegaremos a conocer, es complicado imaginar una realidad más impoluta y seguramente veraz que la reflejada por la cámara de Farhadi. Lo realmente importante en El viajante es que su director, con su mayúsculo talento de narrador, antepone la importancia del elemento desencadenante de sus historias al resolutivo, que casi siempre es áspero y anticlimático por ocurrir de forma rápida y brusca, y obrando de esta forma nos recuerda que el verdadero conflicto siempre se queda por resolver, que su relato jamás se cierra porque la realidad nunca pone a los culpables en su sitio. El viajante es, de nuevo, una demostración del coraje de Farhadi, documentalista escondido bajo la engañosa máscara del realismo social.
4 — Madre (Rodrigo Sorogoyen)
Poseedor de uno de los pulsos más firmes del panorama actual tanto siendo guionista como realizador, Rodrigo Sorogoyen firma este cortometraje a la espera de su regreso a la gran pantalla a finales de este nuevo año. Construido sobre un falso cuasi-monólogo de una mujer al teléfono, y sabedor de esta falsedad para así poder articular el diálogo entorno a un largo y dilatado plano secuencia, el cineasta demuestra de nuevo su virtuosismo espacial sobrepasando la teatralidad del texto y llevándoselo a un terreno más íntimo, aquel que sólo el cine es capaz de revelar a través de miradas perdidas, susurros y lágrimas contenidas. Es Madre una aproximación muy personal al miedo racional, aquel del cuya existencia se es consciente pero sobre el que se es incapaz de actuar, de ahí que la técnica de Sorogoyen al sostener en el encuadre el dramatismo de la mujer cuyo hijo está en paradero desconocido sea crucial para entender la misión del cineasta como catalizador emocional a través de su mirada, que es la cámara. Probablemente este cortometraje contenga la que considero que es la mejor decisión de puesta en escena en todo este año, y una de las razones por las que el debate sobre las posibilidades del digital como herramienta narrativa, más allá de como formato de grabación, sigue todavía vigente.
3 — El sacrificio de un ciervo sagrado (Yorgos Lanthimos)
La invasión de un ente extraño como desencadenante de una tormenta en el seno de la clase alta no es algo demasiado original si echamos ligeramente la vista atrás, y es que potentes detractores de los estamentos burgueses como Buñuel o Pasolini se esforzaron en proyectar su bilis en el celuloide hace décadas con un simbolismo tan ácido como inteligente. La última incursión de Lanthimos en el largometraje sigue la senda de estos grandes; no obstante, juega con un elemento clave que convierte su propuesta en la que probablemente sea la adaptación cinematográfica más rica en matices de este último año. El acertadísimo uso de un compendio de mitos homéricos, entre ellos el de Ifigenia, como paralelismo con el argumento no sólo permite al cineasta griego hacer uso de elementos propios de la tragedia como la irrevocabilidad de los hechos, el fatalismo o la presencia de un poder superior al que es imposible denostar por miedo a un castigo de proporciones inhumanas para inutilizar a su protagonista, sino que, lo cual es digno de admiración, le proporciona un arraigo directo con la tradición cultural de su patria, pudiendo llegar a convertir El sacrificio de un ciervo sagrado en su obra más personal hasta la fecha.
2 — Most Beautiful Island (Ana Asensio)
Caben a continuación dos historias entrecruzadas. La primera narra el calvario de Juliana, joven inmigrante española sin papeles en Nueva York, cuyos problemas para pagar el alquiler le fuerzan a aceptar los trabajos más miserables, en especial aquellos que hacen uso del cuerpo de la mujer como herramienta de atracción al consumidor. Entre estos últimos, Juliana acepta la tentadora oferta de ganar una gran suma de dinero en un corto espacio de tiempo, lo que le supondrá su descenso a los infiernos de forma literal y simbólica.
La segunda pone en escena a otra joven española, Ana Asensio, quien debido a la falta de trabajo en su país, parte de igual manera a Nueva York y rueda en 16mm una tremenda ópera prima, Most Beautiful Island, que refleja, a partir de una vivencia personal, sus miedos y sueños rotos en un contexto de violencia y baja humanidad tan absoluta como increíblemente sutil. El ejercicio de narración minimalista que aquí realiza es de órdago, similar al que orquestaba Kubrick en Eyes Wide Shut, con la que comparte no pocos elementos, donde los inmensos agujeros informativos no generan confusión sino que incrementan la indefensión del espectador ante una trama que avanza desnuda y sin concesiones, sin necesidad de aportar un colchón contextual que distancie y ponga un cristal protector entre el espectador y la película. Juliana no somos todos ni todas, pero su relato es tan inmediato y tan palpable que la inmersión en él es inevitable. Se trata de la ruptura de la cuarta pared más inteligente que he presenciado en mucho tiempo y, de nuevo, una demostración de que la puesta a prueba de las expectativas del espectador no se consigue mediante efectismos técnicos o baratos trucos de guión, sino considerándole como un ser inteligente.
1 — Crudo (Julia Ducournau)
En un año en que cabría preguntarse si el auge del número e importancia de los personajes femeninos en pantalla responde a una tendencia caduca de la industria cinematográfica o es causa y consecuencia de un verdadero cambio a nivel estructural, Crudo se eleva por encima de todo lo demás al erguirse como una propuesta radical sobre el empoderamiento femenino prescindiendo del (en ocasiones algo manido) discurso didáctico y reivindicativo y tratando este tema desde lo más primario del ser humano, desde la sangre y el sexo, motores de la vida y de la muerte. El camino de la inocente Justine, de clara influencia sadiana más allá del paralelismo de su nombre con una de las obras cumbres del marqués, va mucho más allá de los parámetros del relato de madurez. En Crudo, la tentación de la carne, aquella que emancipa al infante convirtiéndole en adulto y le condena al mismo tiempo a un deseo constante y muchas veces insatisfecho, trasciende lo simbólico y se torna puramente física mediante el acto canibalístico y, a través de él, redime a la protagonista y la convierte no sólo en mujer, sino en alma libre. Esta condición privilegiada la enfrenta al universo donde reside, un colegio mayor poblado de jóvenes obcecados hacia la legitimación de estúpidos rituales de crecimiento destinados a empobrecer el espíritu, y que convierte a la chica en un ser superior.
Crudo alberga el que probablemente sea el relato más antiguo, el de Eva y la manzana, el de Pandora y la caja, el del fruto prohibido, aquel que otorga el poder pleno a la mujer por ser ella creadora de vida y, por lo tanto, de Sabiduría. El verdadero aprendizaje es aquel que realiza Justine al probar aquello que le es negado por su frágil y virginal condición. Por ello es crucial tomar conciencia del plano que cierra la película, el del hombre herido. El hombre que no ha sabido adaptarse al cambio.