Fugaz e intenso, aquello que podría ser un encuentro fortuito e imprevisible por la forma de abordar una conducta, la sexual, que parece escapar de tabúes y comprender el cuerpo como tótem de un acto donde lo afectivo queda desplazado, deviene la aclaratoria articulación de la condición de dos individuos en un escenario definitorio —ese parking medio vacío que bien se podría leer como una suerte de espacio a la deriva—: la determinación de ella, Bigna, choca con el tenue llanto de él al terminar; y es que pese al temple y decisión que aparentan los gestos y palabras de Frank, se esconde un personaje cuyas limitaciones sí se exponen a través de una afección que le empuja a pensar siempre en dar un paso adelante en una relación coartada por el modo en que Bigna percibe ese vínculo: un vínculo donde la pulsión sexual se erige como elemento devorador del mismo, exponiendo una trayectoria donde lo afectivo es canibalizado por las derivas de una correspondencia que Bigna acata como parte de su ser, como forma inextinguible de un deseo primitivizado.
Gassmann crea a través de esa relación un microcosmos desde el que alimentar su carácter. En ese sentido, tanto los lugares como ambientes que frecuenta Frank otorgan una nueva dimensión a los espacios creados por Bigna: habitualmente seleccionados mediante una cuidadosa elección, y siempre controlados desde una posición que le confiera esa ventaja desde la que poder dominar sus emociones y ceñirse a un impulso sexual que se erige como máxima en esas prácticas tan insólitas como habituales que forman parte de una rutina establecida por más que tal concepto se pueda antojar extraño ante ese tipo de experiencias. Algo que Frank parece saber leer midiendo sus pasos y otorgando a Bigna el espacio necesario para poder avanzar en algo que ella jamás hubiese contemplado: o no de ese modo, al menos.
Con una particular forma narrativa donde las lunas se convierten en medida temporal desde la que ir acechando el nexo entre ambos, 99 Moons emplea con habilidad ese elemento desde el que manejar lapsos de tiempo que permitan establecer no tanto la necesidad existente de un vínculo concreto como el estímulo incontenible que domina sus decisiones. El tiempo deviene, pues, en el film de Gassmann, un componente capaz de erosionar rutinas e incluso transformar trayectos —un buen indicativo de ello serían el compromiso de Bigna tiempo después de abandonar a Frank, así como el nuevo trabajo de este en un catering lejos de los ambientes nocturnos que acostumbraba a transitar— pero no de lidiar con pulsiones insaciables donde la razón pierde cualquier significado posible.
99 Moons no se articula tanto como una mirada distintiva en torno al modo de relacionarse de sus protagonistas: al fin y al cabo, la vulnerabilidad que manifiestan no deja de ser propia y reconocible dentro de un marco como el que domina nuestras emociones. No hay, por tanto, mecanismos que induzcan a pensar en una lectura que se apropie de otras formas comunicativas para dar pie a un retrato desde el que abordar aquello que nos es ajeno por más que se reproduzca desde actitudes inusitadas. Lo más atrayente de todo esto es, además, cómo Gassmann parece más interesado en las dinámicas que retroalimentan ese vínculo que en el propio vínculo; porque, como decíamos, es en definitiva el sexo el que se convierte en fagocitador de un terreno que malea a su antojo, y que convierte en una fascinante e imborrable debilidad que, por más que quieran sus protagonistas, quedará para siempre marcada a fuego en su devenir pero, especialmente, en su irreprimible naturaleza.
Larga vida a la nueva carne.