Arantza Santesteban comienza su película 918 GAU (2021) con la cámara observando el paso fugaz del paisaje a través de las ventanas de un tren. Un plano de un viaje metafórico que nos lleva a ella, sujeto de estudio de su narración cinematográfica, que registra su voz en una grabadora dentro de un automóvil mientras relata de manera pormenorizada cómo la cineasta —junto a otros veintidós activistas políticos del entorno abertzale y militantes de la ilegalizada Batasuna— era detenida por orden del juez Baltasar Garzón el 4 de octubre de 2007 en Segura, Guipúzcoa. Es el punto de partida de la obra, que explora su experiencia pasando 918 noches en prisión preventiva. Una experiencia contada desde un punto de vista en primera persona, con sus palabras, imagen e identidad, en el que se incluye también los documentos de su detención, fotografías tomadas dentro y fuera de la prisión, así como correspondencia y la revisitación de lugares recreados desde la memoria. Santesteban desarrolla así sus sentimientos ambivalentes respecto a su pasado militante. Unas contradicciones que emergen desde el distanciamiento originado por la expulsión de su vida que supone el encarcelamiento, alejada de todo contexto político real y de las interacciones sociales que la han definido hasta ese momento como persona.
Desde los primeros instantes del metraje la directora se expone a sí misma, su cuerpo y el de otras personas —que son atravesados por el paso del tiempo y los espacios que transitó, que determinaron su ser durante ese período—. Algo revelado en el dispositivo fílmico con la alternancia de distintas líneas temporales del presente de la creación del filme y sus recuerdos. El cuerpo también lo aportó a su lucha política cuando sus principios ideológicos no habían alcanzado la tensión suficiente para romper su compromiso previo. Las restricciones de movimientos dentro de los distintos centros penitenciarios donde permaneció encerrada, en los que tuvo tiempo para crear nuevas amistades y vínculos, sobrevivir en los límites impuestos por el sistema de prisiones y sus compañeros de lucha, o más allá de ellos. En su privación de libertad existía a la vez una imposible búsqueda de autonomía personal e independencia. La natación o el sexo, los paseos por el patio, las conversaciones. Todos estos elementos aparecen como enclaves minúsculos de resistencia de gran poder catártico y transformador. Fuera de la cárcel ella se había convertido, como muchos otros, en un símbolo del pueblo vasco, en un fetiche de la lucha política a cuyas expectativas ya no podía responder. Un conflicto entre un mundo externo que continuaba igual sin ella, tal como ella seguía su historia fuera del contexto que le había dado sentido anteriormente.
918 GAU es parcialmente un reflejo tanto de una vida en la cárcel como de un activismo político que huye de universalizar la validez de su narrativa, específica y concreta de su autora, fuera de la codificación típica de la imagen cinematográfica y la idealización mediatizada por los intereses ideológicos. Una concreción que se intensifica en la revisión de las fotografías de fuera de la prisión en contraste con las escasas que existen de su interior, en un ambiente controlado sin la posibilidad de crear o consumir imágenes, que consigue desconectar a los presos de lo familiar y lo social. En los escaneos de estos recuerdos gráficos ampliados aparecen los píxeles de un pasado que es otra realidad, ahora difusa por el efecto del transcurso de los años. Un contraste con la precisión y nitidez de la imagen digital de esta cinta en su retrato y la mirada sobre el video de sus propias explicaciones en un apartamento de Berlín, lejos en el tiempo y el espacio, que genera un nuevo nivel de metatextualidad sobre el proceso que le ha llevado a ser quien es durante la filmación de este largometraje.
La intimidad autorreflexiva y la soledad buscada —apartándose del reconocimiento público que la incomoda y anhelando el anonimato— es otro foco de la cinta, que representa excepcionalmente bien en sus paseos por la ciudad con la cámara siguiéndola mientras utiliza la grabadora o simplemente deambula por las calles o un parque. Como también la observación sostenida de la que podría ser una joven cualquiera bailando música techno en un club nocturno, expresándose físicamente sin atender a ninguna lógica o coreografía impuesta, buscando sus ritmos a través de los movimientos que ella decide. Buscando, como Santesteban, una conexión entre el universo alrededor y su cuerpo fiel a su identidad. Una identidad pendiente de encontrar desde la ambigüedad de la exploración de un pasado que parece no pertenecer a ella, que le devuelve la mirada inquisitiva de una cebra como símbolo espectral de su cuestionamiento.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.