Guillaume Senez se estrena en el largometraje con Keeper, una mirada más a la adolescencia que se suma a películas recientes como la belga Home, de Fien Troch, compatriota del director que aquí nos ocupa; o la española La madre, del cineasta pucelano Alberto Morais. Como es natural, está presente en cierta medida la carencia de gracia que tiene esa franja que se corresponde con los 15 o los 16 años (edad de los protagonistas de la obra), precisamente por ser ese justo momento en el que te encuentras en tierra de nadie, es decir, sin la total falta de conciencia del niño (único instante que puede ser considerado como momento feliz y al que intentaremos volver una y otra vez durante la vida adulta) pero todavía con sueños absurdos que ascienden en un in crescendo irracional y con una facultad de autodestrucción todavía muy pobre (no hay nada más antiestético y vulgar que la autodestrucción del adolescente y del yonki avanzado). Es así como estos directores, ante la falta de todo que tiene el objeto al que apuntan, hacen uso del artificio de la dramatización para poder aportar algo de chispa a su narración. Así, mientras Troch construye una historia sobre la violencia causada por las ultradifíciles relaciones familiares de sus protagonistas; o mientras Morais lleva a su chaval por mil sitios ruinosos porque su madre depresiva pasa de él completamente; será Senez quien sitúe al espectador ante una pareja de quinceañeros que se encuentran ante el terrible acontecimiento del embarazo.
Ahora bien, que el comportamiento absurdo, empalagoso y vomitivo de gran parte de los adolescentes esté presente en la obra no quiere decir que las maneras de Senez también lo sean. Él, a diferencia de sus protagonistas, se comporta con sutileza y mesura, dando lugar a una narración tranquila, limpia, carente de efectismos casi por completo. El desarrollo de los acontecimientos es rápido (Senez no espera prácticamente nada para decirnos que Melanie está embarazada), pero no resulta atropellado. Y así van discurriendo los acontecimientos, los pasos y las decisiones que tanto los chicos como sus padres tienen que ir dando, con una cámara pegada siempre al cuerpo de sus protagonistas, dejando ver poco del entorno que hay más allá de sus figuras. Al otro lado de esta sucesión de acontecimientos y de los cuerpos que dan lugar a ellos no hay nada. Es decir, el realizador belga no aporta reflexión definida alguna, ni se posiciona de algún modo. Tan solo ofrece diálogos y gestos que se desprenden de sus personajes y que intentan abordar la casi totalidad de reacciones que se pueden tener ante la concepción de una nueva vida. Es así como el joven Maxime representará el egoísmo del “yo quiero tener un hijo”; la embarazada Melanie transmitirá al espectador la sensación de conmoción del “qué movida no usar condón con mi novio de hace una semana”; el médico nos posicionará en el punto de vista del ingenuo que intenta racionalizar un comportamiento puramente instintivo; los padres del futuro padre (o no) muestran el comportamiento de aceptación sumisa ante la vida; y la madre de Melanie defenderá la posición pesimista del “toda vida es sufrimiento” y, por lo tanto, todo hijo un error que es mejor evitar. El comportamiento más sabio al fin y al cabo es el de los padres de ambos, correspondiéndose, por un lado, con el asentimiento de resignación a la vida que se deriva del momento en el que tienes la sensación de que estás dentro del juego y reconoces que es duro escapar; por el otro lado, el rechazo ferviente a toda nueva vida precisamente para evitar que alguien más entre en ese juego.
A pesar de que se eche en falta una insistencia mayor en el sentimiento de culpa y de que deje un regusto de falso optimismo, Keeper es una película decente que se incorpora a esa tendencia de filmar las reacciones adolescentes y su relación con los padres (en este caso concreto también la relación de un padre con un futuro hijo) desde una óptica sencilla y carente de artificiosidad.