En el año 1900 el escritor austriaco Arthur Schnitzler publicó La ronda, una novela que generó gran controversia en su momento por su alto contenido sexual, que además mostraba la decadencia burguesa en el Imperio Austrohúngaro. Una obra llevada al cine varias veces que tiene como punto más alto la versión de Max Ophüls realizada en 1950 con el mismo título que la novela. Otra de las adaptaciones más conocidas es la de Roger Vadim de 1964 con el mismo nombre original, pero que en España recibió el dudoso título de Juegos de amor a la francesa. La cinta que nos ocupa, dirigida por el brasileño Fernando Meirelles es una versión muy libre ambientada en el presente que nos muestra diferentes historias de amor repartidas alrededor del mundo. La acción se inicia y termina en Viena, y por el camino nos lleva a una pequeña vuelta al mundo a través de Bratislava, París, Londres, Colorado, Río de Janeiro y Phoenix, aunque de esos lugares veremos básicamente sus aeropuertos y habitaciones de hotel.
La película arranca presentándonos a dos hermanas eslovacas en busca de desahogo económico que lleva a una de ellas a iniciarse en la prostitución en la vecina Viena. A partir de esa primera historia la cinta irá interconectando a un personaje que nos llevará a otro, que a su vez nos llevará a otro; y así sucesivamente hasta formar un círculo: un ejecutivo de viaje buscando desfogarse con dicha prostituta, una esposa que lo engaña con un fotógrafo brasileño, la novia de éste que lo abandona por ese motivo, un anciano que busca a una hija desaparecida que huyó de casa tras descubrir las infidelidades hacia su madre, un ex convicto por agresión sexual en rehabilitación recién salido de prisión que trata de luchar contra la tentación provocada por una chica con mal de amores que se queda prendado de él bajo la influencia etílica, un hombre que no puede tener a una compañera de trabajo que parece ser la mujer de su vida por culpa de su religión que le impide relacionarse con una mujer casada, y finalmente un mafioso ruso adinerado que busca saciar sus picores sexuales y su fiel guardaespaldas al que quiere abandonar su mujer.
360. Juego de destinos es una fábula coral con pretensiones trascendentales que nos muestra de un modo circular la vida de un grupo de personas que están conectadas entre sí a partir de relaciones sentimentales y sexuales que terminan desembocando en una especie de espiral del placer con una moraleja clara: si nos dejamos llevar por los impulsos se puede cambiar el destino y salir de nuestra aburrida vida. El filme arranca con interés gracias a algunas cuestiones sobre el sexo que plantea, una lograda atmósfera oscura y cierta habilidad para mostrar la intimidad de los pequeños momentos que tienen lugar. A pesar de que el sexo es lo que motiva este intercambio cultural, Meirelles intenta dar más importancia a los personajes, la relación que se establece entre ellos y las consecuencias psicológicas propiciadas por unos acontecimientos que los sume en la frustración, la angustia y la culpa. El principal problema del filme es que Meirelles se hace valer de una estructura a modo de rompecabezas piramidal que antepone la agotadora y arbitraria idea de la conexión existente entre éstos por encima del resto, propiciando que cada historia tenga un desenlace preparado edulcoradamente a conciencia para conectar con la siguiente sección. Desde el principio queda claro que todas las pequeñas tramas tienen una relación entre sí y el espectador más avispado e inquieto se pierde fácilmente en preparar el previsible camino que toma la juguetona narración para conectarlas, olvidándose de lo que realmente importa. Otro inconveniente claro estriba en que la mayoría de las pequeñas historias no tienen el suficiente calado dramático para tener tanto espacio, y las pocas que lo tienen pierden trascendencia por culpa de su brevedad y un argumento que no implica al espectador por no exponer las motivaciones que mueven a estos seres más allá del conflicto amoroso individual por el cual deciden dar vía libre a sus instintos.
El filme de Meirelles está hablado en inglés, alemán, árabe, francés, portugués y ruso, a través de un reparto internacional con predominio de actores británicos, donde destaca la presencia de Jude Law, Rachel Weisz, Anthony Hopkins y Ben Foster; un grupo de buenos actores que aunque proporcionan unas actuaciones bastante creíbles y sentidas no pueden hacer trascender a unos personajes que se ven superados por la rebuscada superficialidad de su caracterización por culpa de una artificiosa trama que carece de profundidad. Tampoco ayudan unos diálogos poco inspirados y unas situaciones rutinarias que, pese a intentarlo, no aportan revelaciones importantes sobre la condición humana.
Meirelles siempre ha destacado por hacer un uso magnífico del acompañamiento musical, pero aquí realiza una acomodaticia utilización proporcionando un batiburrillo multicultural bastante trillado al ya de por sí acentuado sabor a reunión de la ONU del que hace gala en todo momento, a pesar de la acertada elección de un bello tema de Tortoise en uno de los momentos más hipnóticos de la narración.
La cinta hace gala de un exquisito acabado formal (como no podía ser de otro modo viniendo del director de Ciudad de Dios) que consigue crear atractivos lazos entre las múltiples historias a través de un virtuoso montaje, aunque para ello utilice algunos recursos innecesarios, como la pantalla dividida y la superposición de imágenes para mostrarnos varias acciones simultáneamente en un vano intento por desviar la atención de las evidentes carencias de su argumento.
Utilizar un nutrido grupo de personajes y conseguir que todas sus historias calen hondo no está al alcance de cualquiera. Meirelles hizo un buen uso coral en Ciudad de Dios, pero aquí en lugar de mirarse en el espejo de la carga emocional atorada de trascendencia sentida de las brillantes Vidas cruzadas y Magnolia, acaba presentando una mezcla indigesta entre la superficialidad banal de Crash (Colisión) y el enfoque internacional de Babel, pero con mucha menos honestidad que en la cinta de Iñárritu. Un Meirelles que tras su inmensa Ciudad de Dios ha ido dando dolorosos pasos hacia atrás con cada nuevo trabajo. Su colaboración con Peter Morgan, guionista de El último rey de Escocia, The Queen (La reina) y El desafío: Frost contra Nixon parecía propicia para que el director brasileño se acercase al nivel de hace unos años, pero desgraciadamente, aunque tiene algún buen momento puntual, supone una enorme decepción, además de ser su trabajo más mediocre de los últimos tiempos.