Sébastien Betbeder llega debutando con un largometraje que cumple todos y cada uno de los tópicos del cine francés. Para más inri, 2 otoños, 3 inviernos llegó a colarse entre las cintas presentadas en el Festival de Cannes de 2013. Odio hablar de tópicos y más aún cuando se trata de cine, pero durante toda la cinta no dejé de visualizar la estética y el buen hacer que nos regaló el período de la «Nouvelle Vague», llegando a incomodarme tanta obviedad. Aun así vayamos por partes, como partes son las que fraccionan la película: dos actos divididos en veinte capítulos (cada uno) más un epílogo.
Arman (Vincent Macaigne) es un treintañero sin oficio ni beneficio que vive en ese momento por el que todos hemos pasado en la vida de cambiar nuestros hábitos de la noche a la mañana. Correr dos veces por semana, dejar de fumar, llevar una vida más sedentaria son los propósitos que le llevarán a tropezarse con Amélie (Maud Wyler), una joven de mirada perdida dispuesta a regalar una sonrisa en cualquier momento del día. No será hasta que vivan un episodio peliagudo cuando vuelvan a reencontrarse y, como no hay mal que por bien no venga, decidan dar una oportunidad al encuentro fortuito en forma de relación. Durante el noviazgo, Benjamin (Bastien Bouillon) amigo de Arman aparecerá en escena y, como si de una coincidencia fortuita se tratase, encontrará también el amor en una logopeda en prácticas, Katia (Audrey Bastien), que le ayudará tras una enfermedad cerebral. En clave de humor se entremezclan y coinciden estas dos historias que irán teniendo sus más y sus menos.
Con una carrera consolidada en el mundo del corto, el cineasta francés peca en este aspecto a la hora de querer colarnos una historia de amor y desamor que, pese a su duración de 90 minutos, resulta extensa, pues el recurso de mostrar el enamoramiento en pantalla limita a la hora de innovar. De este modo, destaca más por su visualización que por su escritura, la cual queda en un segundo plano debido a la fotografía que transportan al espectador al cine independiente de la década pasada. No obstante, observamos un estilo que recuerda a películas como Jules et Jim (Truffaut, 1962) en calidad de narración; el acierto que embellece el filme es el hecho de convertir a cada personaje en narradores omniscientes de la historia. Cada capítulo se centra en un protagonista en particular y, de esta forma, son capaces de cortar la escena para relatarnos sus sentimientos y sus visiones usando tanto el primer plano, en el que se aprovecha para mirar fijamente al objetivo de la cámara, como a través de la voz en off de cada actor. Todo muy afrancesado.
Ahora bien, copiar un estilo y revivirlo no es innovar, y películas como esta se nos antojan redundantes, pues la riqueza y originalidad de la «Nouvelle Vague» en los años 50 y 60 creó historias llenas de sentimentalismo y belleza más allá de querer concretar en la narración, algo que hoy en día es complicado de postular en nuestra sociedad cinematográfica.
El reparto es más que acertado, ya que se apuesta por caras poco conocidas con carreras concisas que refrescan la pantalla y enriquecen la interpretación. Tocan todos los puntos de las relaciones de pareja llegando a cuestionar el amor verdadero. Y es aquí el mensaje que todo el mundo analiza pero nadie consigue resolver, pues en una extensa primera parte el amor es el protagonista omnipresente quedando relegado en la segunda con las eternas dudas sobre su existencia (¡anda! como en la vida misma), y es que, ¿por qué llamarlo amor cuando lo que queremos es no pasar el resto de nuestra vida solos? ¿Por qué dos personas independientes deben tener los mismos intereses? ¿Por qué hay que acostumbrarse al deterioro que supone el paso del tiempo en una relación a pesar de los miedos y la rutina? Preguntas que son planteadas aun cuando concluye la cinta con un final serio que se nos antoja indigesto, dado el ritmo y el humor algo woodyalleniano del que goza con cierta maestría.
Será por la imposibilidad de contestar a semejantes preguntas existencialistas o por la simpleza que nos generan este tipo de historias de las que disfrutamos en la butaca y mañana olvidamos, pero esto convence y vende, al igual que vende el amor, del cual no cesamos de despotricar pero del que estamos pringados todos hasta el cuello.