En una ocasión, tuve la oportunidad de charlar personalmente con Jan Svankmajer. El célebre director checoslovaco de películas en animación stop-motion presentaba su última obra hasta la fecha, Surviving Life, y el Cine Doré de Madrid le rendía un sentido homenaje proyectando una retrospectiva completa de su trabajo. Así, entre la timidez y el rechazo al contacto público, el artesano realizador destapó y compartió algunos de los secretos más arraigados al proceso creativo de sus labores. Mi carencia de sorpresa fue total al escucharle decir que, más allá de sus influencias directas a Edgar Allan Poe, Sigmund Freud o Marqués de Sade, su inspiración era ni más ni menos que el recuerdo de su propia infancia. Si le pedían que pensara en una mesa, no lo haría sobre una perfectamente pulida, grande y rectangular, sino sobre una vieja, corroída por las termitas, con agujeros e imperfecciones, que ha tenido que soportar el paso de muchos años de uso.
Las películas de Carlos Iglesias como director están planteadas bajo este mismo símil. Fuera del tiempo y las modas de las épocas que se van sucediendo, con una mirada particularmente añeja y apegada a la reconstrucción de las costumbres de cada zona geográfica. Casi podría decirse que su tono es costumbrista aunque no sería este el término más acertado. Más bien busca el apego y consuelo en unas generaciones de mayores, ahora abuelos y bisabuelos, cuyas rutinas y expresiones constituyeron el estilo de vida que más caracterizó su porvenir. Como el director checo, el hombre envejece pero la timidez del niño interior continúa resguardándose, como aquel que sigue recordando con cierto cariño el castigo con tirón de orejas, los calcetines hasta las rodillas manchados al pisar charcos o las aventuras espía para ver a la vecina cambiarse de ropa interior.
En la película que precede a esta continuación, 1 franco, 14 pesetas, el madrileño trazaba el fenómeno de la inmigración desde un punto de partida melodramático innato pero aderezado con tintes cómicos, pues su trampolín televisivo provenía de este sistema. Allí ya primaban las voces corales, el nutrido reparto de estereotipos identificables y el aroma a nostalgia de pensamiento y palabra. En 2 francos, 40 pesetas, ese dramatismo inherente se desdibuja solemnemente y la visión cambia radicalmente a una comedia pura desposeída de maldad, donde se producen situaciones variopintas, absurdas y reiterativas de otrora camaradería y ceremonia familiar. Lo que antes era crítica social ahora da paso a un humor más refinado que se solapa por encima de aquella. Según afirma su director, la película es un homenaje inconsciente al particular universo tragicómico de los guiones de Rafael Azcona. Parte del mismo puede antojarse o incluso identificarse pero Iglesias rechaza la salvaje mordacidad de la que aquel hacía gala y presenta una película mucho más liviana y fluyente.
Pese a ser una secuela, o parecer serlo, la metamorfosis del género tratado es una cuestión que puede despistar en base a la línea temática de la primera entrega. A razón de la crisis económica y laboral española y la evasión de capital hacia Suiza, uno de los problemas más flagrantes de la sociedad en los años setenta, Iglesias lo afronta con mayor optimismo e ironía en esta continuación, donde la inmigración no es tomada como tragedia sino como acercamiento de iguales en un territorio ajeno. El festejo y la simpatía quizás resulten un tanto excesivas y relamidas en el intento por dejar buen sabor de boca al mayor número de generaciones que contemplen la película. Si bien, esta pretensión hace que las interpretaciones, en especial las de los más adultos, estén desfasadas de histrionismo y revoluciones, haciendo que el relato no se perciba con realismo o naturalidad.
Pese a ello, la película se muestra en todo momento abierta a la comunicación, de luminosa transmisión y sencillez formal, con un curioso baile de idiomas que revelan en Iglesias su particular vocación de trascender culturas y dialectos, entroncando estilos de vida y aproximando personas a las que les une el gusto por la buena vida. Más allá de sus limitaciones o sus errores, esta obra puede ser apreciada por aquellas audiencias que no busquen tanto la brillantez técnica y narrativa sino el eco resonante de una época en la que, entre tanta lucha y tanta insuficiencia, las raíces daban cobijo y sentido a uno mismo.