Casi todo son aciertos en 120 pulsaciones por minuto. La combinación de activismo y melodrama, el entrecruce de secuencias, la agilidad, el tono distante, la mirada disconforme… Estamos ante una película interesante desde el primer minuto. En parte gracias al hecho de que Robin Campillo se expresa con el tono adecuado para hacer palpable la crítica social y al mismo tiempo permitir que los acontecimientos puedan ser cuestionados. De hecho, el director marroquí parece especialmente interesado en las diferencias ideológicas dentro del grupo Act Up-París, un colectivo de jóvenes afectados por el SIDA que durante los años 90 exigió (entre otras muchas cosas) una mayor atención al virus por parte de las farmacéuticas. Algunos de ellos, amantes de la acción directa, otros, partidarios de la concienciación gradual; no son pocas las discrepancias que se aprecian dentro de este aglomerado de activistas, formado mayoritariamente por homosexuales. Pero ello no impide a Campillo tomar partido, y de hecho lo hace desde una posición francamente valiente: por muy cuestionable que pueda parecernos, la actividad siempre será preferible a la inactividad.
Las contradicciones, no obstante, siguen allí. Tanto en las actividades de protesta como en los propios personajes. En ese aspecto, es importante recordar que la mayoría de ellos actúa desde la conciencia de ir a contrarreloj. Un hecho que condiciona su comportamiento, no sólo respecto a la actividad, sino también en las relaciones que mantienen. Y como en todos los colectivos, tenemos la oportunidad de descubrir pequeños subgrupos de amistades e incluso algún lobo solitario, así como también integrantes no afectados pero cuya experiencia les ha llevado a simpatizar con la causa (como es el caso de la madre del adolescente enfermo). Todo un abanico de personalidades que, aún siendo presentadas de forma breve, resultan brutalmente creíbles. Un ejercicio casi tan admirable como la naturalidad con que Campillo deja claro que compartir objetivo no implica compartir afecto: pienso en la hermosa secuencia en que Sean y Tibaut mantienen una dura y emotiva conversación, concretamente en el momento en que el primero admite no saber por qué desprecia al segundo, pero aún así necesita que se marche. La lucha grupal queda entonces momentáneamente aparcada, evidenciando con qué facilidad los intereses individuales condicionan la lucha colectiva.
Pero si algo da el sello de obra magna a 120 pulsaciones por minuto es su habilidad por combinar todo lo dicho con una de las representaciones de la muerte más impresionantes vistas en los últimos años. La forma con que el director retrata la pérdida de un compañero (de lucha, vida, amor y amistad) es la más impactante que un servidor recuerda haber visto en mucho tiempo. De algún modo, Campillo logra respetar la frialdad de la situación cargándola al mismo tiempo de profundidad. Nunca antes una muerte había sido tan trágica, devastadora y sencilla a la vez. Un dato, por otra parte, de presencia obligada si se pretende retratar a un colectivo cuya situación obligaba a convivir con la posibilidad de despertar cualquier día con un participante menos. Como también era obligatorio remarcar que tal hecho jamás impidió al grupo vivir la lucha como un festejo constante, con la alegría de quién sabe (como dicta uno de sus lemas) que cada día debe ser disfrutado al máximo puesto que podría ser el último. Porque toda revolución es una fiesta y toda fiesta es una revolución.