Aquí está la preferida, a mitad del festival, del público de Cineuropa. Una cinta que o bien, cala al espectador o que, pese a que difícilmente pueda pasar desapercibida y ser socialmente necesaria, provocará cierto distanciamiento por el tono en que está relatada. Quizás uno de sus aciertos sea que es una película que no caduca, por mucho que esté ubicada en un momento concreto de nuestra reciente Historia, con la irrupción en escena de asociaciones y movimientos que reivindicaron una problemática todavía acuciante en sociedades de nuestro entorno. Esas, que incluso catalogan hoy una cinta poliédrica como 120 pulsaciones por minuto como simple cine gay.
Muy reduccionista, calificarla con un solo apellido no es hacerle justicia. Principalmente porque resulta obvio que no es una película dada a encasillarse tan fácilmente. Es cine social y político. Quizás muy ruidoso. Pero porque sus protagonistas son muy jóvenes y muy apasionados. Una cinta delatora que se enfrenta a farmacéuticas, que apela a la responsabilidad de medios de comunicación y de dirigentes políticos y desafía a un sistema educativo y caduco de valores desde los que durante largas décadas se malversó con la desinformación y el miedo al VIH —cuando sólo era SIDA—. Esa reducción a la etiqueta más simplista, decíamos, no la hace desmerecedora de ser capaz de conquistar al público de cualquier platea, si bien, dista mucho de ser perfecta. Adolece de varias taras en las que su director se repite, haciéndola excesivamente larga y en determinados trances destacando estilísticamente su puesta en escena por encima de su mensaje.
La tercera cinta del realizador franco-marroquí Robin Campillo, ha sido ovacionada en el circuito de festivales donde se ha presentado a lo largo del año haciéndose con el Gran Premio del Jurado en Cannes. Es la primera en el ránking de las muchas cintas francesas que este año proyecta Cineuropa —en torno a 15 en la Sección Oficial Europea— y está además nominada como finalista a los premios LUX del Parlamento Europeo junto a la sueca Sami blood y la propuesta alemana Western.
Nos situamos en París, a principios de los 90. Los protagonistas de esta historia son activistas asamblearios que inician su contraofensiva en las aulas y en las calles buscando concienciar sobre una problemática no ajena a muchos de sus miembros, amigos, compañeros y conocidos. Es cierto que hay diversos perfiles, unos convencerán más, otros menos. Con algunos se empatiza, no con todos. La ACT UP —o su sección en Francia en esa década— fue la asociación más entregada a la causa en aquellos años de dejadez y negación absoluta por parte de las autoridades, que abandonó a homosexuales y toxicómanos ante los destrozos de la epidemia. Un grupo de personas que iluminó rincones oscuros a los que el Estado se negó a prestar atención en algo tan básico y primordial como la prevención de enfermedades de transmisión sexual.
No es sólo un romance, pese a que vivimos el amor entre gente joven que lucha unida por vislumbrar derechos que entonces no se conciben. Sobre un grupo de pioneros seropositivos, que funcionan a ritmos distintos, que incluso se enfrentan entre ellos en un dèjá vu del que adolecen siempre los movimientos reivindicativos de derechos y que muestran sus propias contradicciones desde un tono muy asambleario —ahí quizás un déficit a la narrativa— propio de las organizaciones estudiantiles.
No es una película lacrimógena pero sí dura. Es potente, pero no artificiosa. No exagerada, pero sí intensa. Con una colección joven de buenos intérpretes realmente entregados y motivados por resultar sinceros. Nahuel Perez Biscayart, en una actuación especialmente vigorosa, parece tener mucho que decir en los próximos años.
Es también una cinta con algo de vocación fotoperiodística, documental, con movimientos bruscos que en exceso hacen a uno revolverse en la butaca. Porque la trama está llena de rabia y desesperación, expresada en planos muy agitados, movidos, descuadrados, sin conceder tregua al otro lado de la pantalla. Al menos en su primera parte, mucho más pausada en la segunda. Pretende llevarnos, cámara al hombro, a ser testigos de esa vorágine en la que se ven inmersos sus protagonistas. Y tiene la virtud de hacernos pasar por varios trances y sensaciones. Por cierta incertidumbre, por fiestas desenfrenadas, destellos cómicos bien traídos ante la certeza de la muerte temprana, por un enamoramiento, por encuentros sexuales y por un desenlace que se anuncia mucho antes. Una cinta que pareciera resultar de agitar un caleidoscopio. Por eso ambiciosa. Por eso tan vibrante y por eso tan larga.
Sin embargo, su principal problema que no solo radica en su duración o en sus formas, va más allá. Sí, hay muchas cosas que explicar a generaciones jóvenes sobre aquella problemática olvidada y quizás Campillo haya encendido esa forma de comunicación para dirigirse a ese público. Pero, además, su resto está en que las escenas de debate se repiten y alargan cuando no es necesario. En que sus diálogos acaban saturando al espectador, en su mantra panfletario, en que se desinfla, en que su desenlace no permite otra opción que la de dejarse conmover —o alejarse definitivamente del drama— y en que es una película que se quema a sí misma. Porque su premisa, “no tenemos tiempo, nos estamos muriendo”, hace que se desboque. Su brillante montaje, no puede ser su fin último. En definitiva, es un gran ejercicio técnico con una brillante interpretación masculina y una historia muy interesante que, sin embargo, se pasa de frenada.
Ha gustado mucho. Y me incluyo. Tocaría medir si la ovación del público se debe más a su propio sentido de la empatía —que es lo que me temo—, que a la habilidad del director. A riesgo de precipitarme diría que 120 pulsaciones por minuto es una película que huele a Oscar. O, al menos a candidata para la próxima edición. En cualquier caso, está barriendo a muchas otras.