El fallecido Edward Yang, director taiwanés de origen chino (nació en Shanghai), fue uno de los miembros fundamentales de la denominada Nueva ola taiwanesa junto a Hou Hsiao- hsien y Tsai Ming-liang. Yang solía hacer gala de un lenguaje cinematográfico que deja claras señales en cada escena de que nos encontramos ante una obra suya, con un talento innato para mostrar las mutaciones y las transformaciones de sus personajes a partir de historias complejas cargadas de infinidad de pequeños detalles, con unos seres casi siempre inmersos en la ebullición y el anonimato de la gran ciudad. Unos temas y situaciones que atraviesan las fronteras y otorgan a su cine un marcado sentido universal; aspecto que le sirvió para ganar el (tardío) reconocimiento en occidente gracias al premio al mejor director en el Festival de Cannes del año 2000 por la cinta que nos ocupa.
El director taiwanés nos presenta durante las tres horas del largo trayecto a una familia media aparentemente feliz de Taipéi hasta que un día la abuela tiene derrame cerebral y entra en coma. La familia se turna para hablar con ella o leerle libros. La madre percibe que no tiene nada que decirle a su madre en coma y tras un ataque nervioso toma conciencia de que su vida es una repetición sin sentido y trascendencia y decide irse al campo en busca de la iluminación espiritual a través de una especie de gurú, dejando a los dos hijos virtualmente sin nadie que pueda atender sus necesidades. NJ, el padre, es un exitoso hombre de negocios que trabaja en una empresa informática que en el ejercicio anterior obtuvo importantes beneficios, pero que tiene peligro de quiebra si no encuentra nuevos objetivos. La estabilidad emocional del padre de familia empieza a resentirse cuando se encuentra casualmente a un viejo amor y empieza a relacionarse con un japonés que podría salvar a su sociedad de la bancarrota. Ting-ting es la hija adolescente introvertida y solitaria que sólo se relaciona con su única amiga y el novio de ésta, que le da unas cartas para que se las entregue a su amiga, y con el cual empieza a sentir las emociones del primer amor. Por otro lado, el pequeño Yang-yang se diferencia del resto de la familia por su exploración de nuevas experiencias, mientras no para de buscarse problemas en la escuela, especialmente con su profesor, que además es padre de su enemiga irreconciliable del colegio.
Yi Yi es un relato coral costumbrista atorado de delicadeza y humor, y por encima de todo humanismo, que mezcla realismo con poesía y alegría con dolor (como bien dice uno de los personajes: «La vida es una mezcla de cosas tristes y felices») a través de retratos psicológicos detallados y complejos. Yang se interesa por la inestabilidad de la existencia humana y del amor en tres generaciones de una familia de Taipéi en la que cada miembro se encuentra inmerso en una batalla contra sus propios problemas personales, además de recalcar la repercusión de los avances tecnológicos, la pérdida de jerarquía de la tradición familiar, y la cuestión de cómo mantenerse cuerdo en una sociedad tan deshumanizada como la propiciada por el sistema capitalista moderno, con la consiguiente clara pérdida de valores culturales que terminan corroyendo las vidas de sus personajes, logrando una disección de los taiwaneses de clase media repleta de autenticidad y honestidad. A pesar de que en algunos pasajes eleve el dramatismo y los temas sean tan trascendentes, no recurre al subrayado en ningún momento; una situación que hay que agradecer porque su temática con otro enfoque más facilón podría haber deparado en un relato folletinesco.
La película está atorada de inteligentes aseveraciones sobre la música y el cine, y observaciones morales y filosóficas muy acertadas (especialmente en los encuentros del padre con el japonés de aspecto y personalidad humanista con el que pretende hacer el negocio de software). Unas veladas dominadas por el naturalismo gracias al carisma del japonés, que hace crecer considerablemente al filme cada vez que aparece en pantalla. Los personajes están tan inmersos en su angustia personal que no parecen ser capaces de preocuparse por el tormento y los conflictos ajenos, propiciando una más que evidente incapacidad para relacionarse. Temas también tratados en Terrorizers y A Brighter Summer Day (otros dos apasionantes filmes de Yang que he tenido el placer de ver recientemente), pero carentes del elemento cómico que otorga el niño, o el humor negro en el tratamiento de un tema tan delicado como el del intento de suicidio que tiene lugar en Yi Yi. Pese a vivir en su propia y caprichosa burbuja, estos seres resultan entrañables y están manejados con delicadeza y maestría por el director taiwanés; especialmente el del padre de familia y el niño, uno de esos personajes que se quedan en la retina, otorgando el contrapunto cómico. El pequeño Yang -yang utiliza la fotografía como una forma de evasión artística para escapar de las dificultades que encuentra en la escuela y la ausencia de la figura materna en su hogar. El simpático chaval se dedica a captar con su cámara las paredes, las puertas, las moscas, y las nucas de la gente para que puedan ver esa parte inaccesible a sus ojos, además de entrenar su capacidad pulmonar en la intimidad del baño de su casa y realizar experimentos divertidos elaborados con embudos y botellas que sirve como máquina del tiempo para recordar nuestros espacios íntimos infantiles más creativos.
Yi Yi se dispone en torno a las ceremonias: arranca con una boda y termina con un funeral, y en medio de todo el meollo observaremos un nacimiento, dedicando gran parte del tiempo a mostrar las escenas intercaladas de la abuela en estado de coma que sirven para captar las emociones más íntimas de sus allegados, personificando lo que simboliza individualmente la anciana para cada miembro de la familia. Yang se asegura de que conozcamos con exactitud el carácter de cada uno de sus personajes y cómo interaccionan entre sí, aunque la narración avance distanciándose de la disposición explicativa tan habitual del cine convencional, dejando la mayor parte de la interpretación para el espectador. Para ello se vale de un magnífico uso de la elipsis narrativa (aunque sin llegar a los niveles excesivos de la ambiciosa A Brighter Summer Day, en la cual el espectador aun debe poner más de su parte para unir las innumerables partes obviadas de la narración).
El filme de Yang concentra la sensibilidad humanista del cine familiar de Yasujirō Ozu, el naturalismo de algunos autores de la Nouvelle Vague francesa, y la trascendencia y la fuerza emocional de la película coral Vidas cruzadas de Robert Altman (y por ende del Paul Thomas Anderson de Boogie Nights y Magnolia), aunque no renuncia a exponer el sentimiento de vacío provocado por la sociedad capitalista deudora de Michelangelo Antonioni del que hacen gala sus compatriotas Hou Hsiao- hsien y Tsai Ming-liang, pero aquí presentado desde una perspectiva menos radical, con el ritmo sosegado tan característico de sus compañeros de la Nueva ola taiwanesa y del cine asiático en general, pero dotado de mayor dinamismo, resultando extrañamente accesible para el público occidental (no en vano, Yang estuvo mucho tiempo en los Estados Unidos, donde estudió ingeniería informática, cine (tras visionar Aguirre, la cólera de Dios de Werner Herzog sintió la imperiosa necesidad de relacionarse con el medio) y finalmente trabajó como programador de software en Seattle durante ochos años).
En el plano formal se hace valer de planos medios y largos que hacen hincapié en el aislamiento y la alienación de sus personajes utilizando una perspectiva diferente dependiendo del personaje que haga acto de presencia en pantalla, sin recurrir a los primeros planos y el plano-contraplano de toda la vida. Muchas escenas son filmadas a través de las ventanas y los marcos de las puertas, manteniendo el interés del espectador desde la distancia y convirtiéndolo en un auténtico ‹voyeur›. También captura elementos característicos que dan personalidad a los diferentes apartamentos que hacen acto de presencia, y hace un uso virtuoso de largos ‹travellings› para mostrar una Taipéi dominada por los gigantescos rascacielos ante la omnipresente lluvia que acompaña casi siempre a las ciudades taiwanesas, como nos suele recordar su compatriota Tsai Ming-liang con esa irreverente obsesión por el líquido elemento. Todo ello está expuesto con una calidad de imagen impresionante (en Alta Definición es una auténtica delicia) gracias a la labor de su director de fotografía que consigue un tratamiento muy bello y sutil, cubriendo la luz en finas capas.
Yi Yi es una experiencia que trata tantas temáticas trascendentes para el ser humano que se podrían hacer tres reseñas sin repetir prácticamente conceptos. Una película que además premia con nuevos hallazgos durante cada visionado. Es realmente triste que un autor del calado narrativo de Edward Yang sea tan difícil de localizar en DVD en occidente, incluso por medios menos lícitos (Yi Yi es su única obra que fue estrenada en salas comerciales en occidente), y ésta es una carencia que debe ser solucionada con urgencia. Un director del que siempre quedará la duda de qué nos hubiese podido ofrecer si no hubiese sido atacado por el cáncer de colon que le quitó la vida de forma prematura en el año 2007.