Damien Chazelle presentó en 2013 un cortometraje en el que un estudiante y virtuoso de la batería entraba a formar parte de la banda de jazz de su conservatorio, dirigida por un estricto profesor. Esa idea cuajó y ahora nos llega la versión completa de esa historia, la tensa relación entre un alumno que se desvive por la música y un profesor que busca la absoluta perfección.
Chazelle consigue con Whiplash una conjunción perfecta entre el amor a la música y el desarrollo de sus personajes. Plano a plano la película parece construirse sólo con acordes, golpes de baquetas y resonar de las trompetas, una mezcla musical fantástica que se mueve entre Caravan y Whiplash, jazz potente que aún retumba en mis oídos. Pero no sólo de música vive esta película, ya que Chazelle consigue que profesor y alumno entren en una batalla épica de redobles y platillos, haciendo que el espectador abandone su posición pasiva y participe de forma activa en su historia. Una película que despierta la pasión por la música, aunque sea mínima, que todos llevamos dentro, y el culpable no es sólo el director, sino que sus dos protagonistas, un soberbio J.K. Simmons y un apabullante Miles Teller, ponen la piel de gallina. Una máxima que dejan bien patente en todo momento es esa búsqueda de la perfección, esa obsesión (a veces malsana) de alcanzar un nivel casi inalcanzable, algo que comparten ambos protagonistas, cada uno a su manera y por caminos distintos. Esa obsesión queda también muy bien reflejada en su difícil relación: dura, sufrida, pero llena de pasión, una pasión explosiva con un zenit inmejorable.
Llama la atención el tratamiento del sonido en Whiplash y su perfecta sintonía con la imagen. No es algo raro si tenemos en cuenta que su director es un amante reconocido de la música en general y del jazz en particular, y ese amor se nota que lo ha traslado a su mano y a su objetivo. El montaje de imágenes, repetimos, va en sintonía al sonido, a ese tronar de la batería, a los acordes de sus dos temas principales, con lo que da un ritmo trepidante (faltaría sólo eso) y un fluir de la historia muy acertado, porque no sólo de música vive Whiplash, aunque así su personaje lo pretenda con el tratamiento que de su vida real da, encontrada con su vida profesional, o la obsesión de alcanzar la maestría detrás de una batería.
Taquicardia, chorros de sudor por la espalda, los ojos y la boca abiertos al máximo y una sensación de haber estado días sentado en la misma butaca es lo que, al final, consigue Whiplash. Más de 30 minutos de pura adrenalina es lo que Chazelle junto a sus dos actores consigue transmitirnos. No hay diálogos, sólo dos hombres con su batería y su batuta, mucha fuerza, una pasión desbordada, un lugar idílico, casi de ensueño, y un escenario enorme donde lucirse. La música es la auténtica protagonista, la que sale de dos brazos con una fuerza atronadora, la que nos corta la respiración durante media hora (o al menos esa es la sensación temporal que da). Una maravilla del cine entregada a la música que tanto cinéfilos como melómanos no pueden dejar escapar. No es de extrañar por ello que tanto el público como el jurado del Festival de Sundance 2013 sucumbieran a sus encantos.