El homenaje es a menudo una cuestión malentendida. Una cosa es querer reivindicar, otra mitificar y aún otra muy diferente volcar iconografía en modo al por mayor con el objetivo de realizar una gestión de la nostalgia que nada tiene que ver con la realidad. Nuestra era, el tiempo llamado de la generación millennial, ha tenido la suerte de tener un acceso casi ilimitado a referentes simbólicos de otras épocas con lo que poder conformar, a priori, un acerbo cultural más amplio y entender así de dónde vienen sus referentes actuales.
Sin embargo parece que este proceso no está funcionando en este sentido sino más bien en la creación de una burbuja casi matrixiana totalmente desconectada de esa existencia reivindicada. El pasado deja de ser un recuerdo y se convierte en una construcción desconectada de cualquier viso de realidad. David Robert Mitchell pertenece a una generación anterior, cuyos mitos se gestionaban desde la propia memoria, sin más referente del pasado que una enciclopedia, un documental en la tele o lo que padres y abuelos contaban. Pero también es de una generación que ha visto construir desde la nada toda esta estampa mitológica y que se lanzó a lo loco a recuperar su pasado.
En el fondo se trata de infantilismo, de recuperar una inocencia pérdida, de no querer alcanzar una madurez que se puede retrasar ‹ad infinitum› si se vive siempre en la adolescencia. Under the Silver Lake parece ser la primera película autoconsciente de este juego y esta realidad. Pero lejos de convertirse en un contenedor multireferencial a lo Ready Player One, propone un juego donde los iconos están ahí como parte de una estructura formal dispuesta para ser demolida, para desenmascararla.
Podemos hablar de neo-noir, de Hitchcok o Welles, de referentes que son expuestos sin ningún tipo de pudor pero sin estar libres de una pátina de sarcasmo puro y duro. Así es como Robert Mitchell compone una ópera bufa, una gigantesca broma, no exenta de rabia, que se propone denunciar el absurdo del mito y hacer explotar esta burbuja de irrealidad construida.
El mensaje pues no está en la narrativa sino en la estructura y no puede ser más claro: todo es una gran estafa, la realidad no es más que un producto puesto ante nuestros ojos y que compramos a ciegas, y qué mejor manera de ponerlo de manifiesto que haciendo de la propia película un monumento a dicho timo. Under the Silver Lake es pues el último eslabón, el pico máximo de lo meta convertido en un ‹Macguffin› gigantesco de colorines pop.
Es evidente que estamos ante un film a ratos vibrante y por momentos tedioso, desequilibrado y desmesurado, que juega sin rubor con las expectativas para, a continuación, transgredirlas sin vergüenza alguna. Mitchell, por tanto, se desmarca del tono frío usado en It Follows para componer una obra que viene a ser un manifiesto de la absurdidad de nuestros días. Un ir y venir sin rumbo en una realidad de aparente construcción sólida pero cuyas paredes, a poco que presiones, se descubren de papel de fumar. El drama no es el descubrimiento, el drama es tener que vivir en él, porque a estas alturas ya no hay asideros donde agarrarse.