Una noche se presenta ante nosotros como una suerte de revisión de esta clase de films surgidos en Italia a lo largo de los años cuarenta, estos que más tarde deribarían en una especie de subgénero habitualmente protagonizado por personajes callejeros adolescentes, como son los títulos Los Olvidados (Luis Buñuel, 1950) o la franquicia setentera de José Antonio de la Loma Perros Callejeros. Hablamos de un tipo de cine de bajo presupuesto que antepone el fondo a las formas, destinado a denunciar antes que entretener, a ofrecer una ventana accesoria a la (triste) realidad que rodea a una serie de jóvenes personajes, habitualmente inmersos en su propia miseria. Pero así como los títulos mencionados sorprendían por su credibilidad y por su capacidad de desprender naturalidad y realismo en cada una de sus secuencias, la película de Lucy Mulloy no puede evitar ser un producto en cierto modo prefabricado, demasiado consciente de sus referentes y pretendidamente realizado mediante una fórmula ya explotada. Como si la directora hubiese apostado por un formato ya ejecutado sin lograr aportar aire fresco a un tipo de cine francamente difícil de reinventar.
Mulloy se propone llevar al extremo el concepto de reflejar la realidad, siempre sin perder de vista a sus personajes. Y lo hace mediante el uso de una planificación inundada de planos cortos y un montaje que pretende sugerir rapidez y dinamismo. Pero la unión de ambos conceptos no logra encontrar harmonía en el resultado, que termina por parecer más bien un resumen poco detallado de un conjunto de vidas en realidad mucho más complejas de lo que la película retrata. Esta pretensión de mostrarse fría y distante al mismo tiempo que próxima y objetiva termina por jugar a la contra de la mencionada intención de la directora, tapando todo el contenido emocional que pudiesen desprender sus personajes con un excesivo derrame de secuencias más coreográficas que narrativas. En pocas palabras, y por irónico que parezca, Mulloy cae en la vieja trampa de anteponer las formas al fondo en su intento de exponer, precisamente, un discurso formalmente orientado a conectar con la emoción del espectador. Su película acaba convirtiéndose más en un ensayo de métodos que en un reflejo de la realidad.
Si en los films pertenecientes a la era mejicana de Luís Buñuel, así como también sucede en la mencionada trilogía de José Antonio de la Lona, la intención del director predominaba siempre ante las formas (estas últimas surgidas de una necesidad, de una pretensión muy determinada), en el caso de Lucy Mulloy se da el efecto contrario. Mas bien parece que la directora neoyorkina ha partido de la idea de realizar un producto con un formato determinado, con la esperanza de que de las formas sugiera el fondo. De ahí que la película que nos ocupa termine por no conseguir el realismo deseado, apelando a él constantemente, sí, pero siempre de forma más pretendida que sincera. Lo que termina por transmitir la sensación de que nos encontramos ante una película planteada en el sentido inverso de lo que es habitual: no son las formas las que se ajustan al contenido, sino el contenido el que constantemente parece luchar por encontrar un hueco en unas formas más impuestas que surgidas por necesidad.