De Antonio Isasi-Isasmendi se llegó a decir que era el «cineasta de la acción». Este epíteto podría parecer demasiado atrevido en una cinematografía como la española, tan poco dada a la contextualización de un género que desde Estados Unidos hoy vive por y para el artificio, pero en el que el cine de explotación de décadas pasadas era todo un torreón de oficio. De lo que no hay duda a día de hoy es que Antonio Isasi es una figura dedicada de manera tan entera al mundo del cine (director, además de productor y guionista, hasta unos inicios como montador de algunos de sus coetáneos como Ignacio F. Iquino o Joaquín Luis Romero Marchent…), que profesaría un sentido amor por el cine de acción en aquella época que España vivía sumergida en la exquisita maquinaria de la coproducción, la del cine de explotación más visceral y de las dobles sesiones en los cines de barrio. Infravalorado y poco recordado, el director madrileño afincado en Barcelona supo asumir una inteligente mirada mercantil de hacer exportable un cine nacido débil desde inicio, más aún en una situación social complicada en España como la que a él le toco esquivar durante muchos años.
Ciñéndonos a uno de sus más recordados trabajos (y muy valorado en Estados Unidos, algo constante en su obra), en 1972 estrena Un verano para matar, coproducción entre España, Francia e Italia que, vista a día de hoy, sirve para analizar y degustar los valores de producción de Antonio Isasi en un campo que tan bien supo dominar como la acción. Ejemplar en su condición de thriller hispánico y bajo la electrizante dirección propia del cinemabis europeo de la época, el film se inicia con el asesinato presenciado por un joven niño en una secuencia de apertura confusa, pero letal. A continuación se nos muestra a un joven, estéticamente cool, que se divierte viajando por el mundo asesinando a varios miembros importantes de la mafia. Y, en efecto, Un verano para matar es una historia de venganza, revestida de algunos elementos formales como el antihéroe protagonista interpretado por Chris Mitchum (tras la alargada sombre de su padre Robert), el hechizante contrapunto femenino que aportan las espectaculares Olivia Hussey y Claudine Auger, un policía modélico que perseguirá al protagonista bajo la siempre eficiente presencia de Karl Malden y un villano estoico e imponente con el exquisito duro rostro de Raf Vallone. Y todo envuelto de unas fascinantes localizaciones, en amplias querencias de exposición (así lo mandaba la co-producción de entonces), capaz de dotar de un encanto rural y urbanita a la propuesta. Necesaria cita, entre otras muchas, las secuencias en Lisboa y sus alrededores, la campiña francesa, la militarizada Torrejón de Ardoz o el núcleo urbano de Madrid donde se inicia su espectacular desenlace.
Los puntos que convierten a Un verano para matar en un claro exponente del cine de acción de la época (y que la hacía emparentarse, programas dobles mediante, con los poliziescos italianos) son lo espectacular y artesanal de sus escenas de acción (protagonizadas por Mitchum, inseparable de sus gafas retro y motocicletas), el viraje que va tomando su temática, desde el cine de venganza hasta el secuestro (el antihéroe secuestrará a la hija del capo, con la aparición de un inevitable romance), o la perenne investigación policial (Malden es contratado cuando el mafioso tema por su vida), todo ello envuelto por Isasi de algunas de las naturalidades que exponía en su cine más característico, como es la estilización del cine internacional de entonces (pretensiones de hacer pasar la película por extranjera, a pesar de gozar de una mayoritaria producción española) como una trama de acción donde la espectacularidad se desarrolla de manera tan artesana como electrizante. Todo bajo la estirpe del héroe anónimo, de perturbación silenciosa, que aquí compone una iconografía fresca y arquetípica de la época en la que los thrillers urbanos llevan la agitada maquinaria narrativa a una especie de dramatización escénica.
Para la posteridad del cine de culto europeo queda su tercer acto, iniciado en plena corrida de toros en la Plaza de las Ventas de Madrid, donde nuestro protagonista es perseguido hasta el propio desenlace de la historia. Segmento musicalizado por una de las más cautivadoras partes de la partitura compuesta a pachas por Sergio Bardotti y Luis Bacalov (a la postre rescatada por Quentin Tarantino para su Kill Bill Vol. 2). Muestra de la acción escueta, directa y ágil del policiaco más desenfrenado, aquí bajo los efluvios del thriller de acción y suspense. Amparado en el fascinante toque europeísta de sus localizaciones, bien se podría tildar a la película como imponente muestra de lo que podíamos llamar thriller hispánico, que se lleva para sí las estéticas del estadounidense pero bajo las directrices viscerales en las que derivaban ese cine europeo de coproducciones que hoy atesora un enorme culto.