Al paso, al trote y al galope.
Existe un juego —un divertimento para bebés— basado en los aires del caballo. Al bebé se lo sienta sobre la falda y se le canta una canción. Con variantes según la costumbre, la letra habla de un caballo que primero va al paso, después al trote, y por último al galope. El adulto, que carga con el bebé sobre la falda, mueve al compás las piernas —como si él mismo fuese el caballo—, y el ritmo de su andar se acelera al tiempo que el animal acelera la marcha. Con el fin de sacarle una sonrisa, el adulto se vuelve un animal y el bebé un jinete. A una edad muy temprana uno aprende que del trote al galope hay un paso, y que el paso no es un fin en sí mismo sino el principio de todo.
La primera aventura de Xacio Baño en el largometraje arroja un sólido narrador. Tras una trayectoria notable como cortometrajista, el director gallego firma una película donde se agradecen los silencios. Por lo general, uno podría asociar la instancia del debut con una ansiedad por decirlo todo; en el caso de Trote, la película que compitió en la sección de Cineasti del Presente, en Locarno, el principio constructivo es el rigor. Lo que no se dice o lo que se dice después, lo que no se enseña y lo que sí se alcanza a oír: de retazos y recortes está hecha la obra de Xacio Baño. Merece la pena destacar que el gusto por las atmósferas no está en detrimento de la narración: es la bandeja ideal para contar esta historia.
Carme —brillante María Vázquez— vive en un pueblo al interior de Galicia junto con su padre. La madre acaba de morir. Su hermano vuelve a la casa de familia junto a su pareja para ocuparse de los trámites necesarios. Es curioso cómo todo gira alrededor de Carme y cómo nadie reconoce su lugar. Cuando expresa el deseo de trabajar en Vigo y dejar la panadería, le recuerdan su responsabilidad en la casa junto al padre. Cuando le toca anunciar su renuncia al jefe, la arrincona sin dejarla salir. Carme, al parecer, le pertenece a varios pero nada le pertenece a ella, ni siquiera su voluntad. La narración acumula motivos, una tras otra las acciones se apilan —y es sabido qué sucede con la presión—.
El volverse animal no es un tópico del guión sino el objetivo de la mirada. La ‹Rapa das bestas› —festividad donde se les cortan las crines a los caballos— más que como marco funciona a la manera de epílogo y divide la obra en dos. La puesta en escena abandona la precisión de los encuadres y presenta la omisión como bandera: en esta parte de la película todo se vuelve explícito, confuso y violento. Hasta entonces, si bien la violencia se olía por todas partes, la superficie estaba registrada con una mesura dolorosa. En definitiva, después de tanto trotar, llegó el galope. La metáfora funciona: de la misma manera en que tratamos a los animales, nos tratamos entre nosotros, las bestias. Trote, la película de Xacio Baño, instala al espectador en un mundo opresivo que al parecer conoce bien. Hay que quedarse con esa última mirada que nos devuelve al infierno en que vivimos.