Los recuerdos son un lienzo en blanco donde pintamos según nuestro antojo. Pueden ser coloridos o monocromos, de amplia mira panorámica o circunscritos a un mero fundido en iris, descartando en negro aquello sobrante, centrándonos en ese detalle relevante o no pero de vital significación en nuestro acervo personal. Tendemos a fragmentarlos, a usarlos de forma selectiva, a resaltar el dolor, la aventura, el amor. Los recuerdos son, en definitiva un flashback perpetuo de nuestras personas, siempre en continuo movimiento, siempre proyectándose en una sesión continua inagotable. Son la película de nuestra propia vida.
En el fondo ¿Qué son los recuerdos sino una mezcla de drama, comedias y aventuras? Un folletín amplificado por la memoria. Una autonovela a la que damos ritmo o tono según convenga. Una epopeya selectiva donde somos héroes o villanos, amantes o despechados, un egotrip en definitiva que no tiene tanto de egoísmo cómo de romanticismo exacerbado. ¿Y si alguien decidiera coger estos recuerdos y hacer una película? Se dice que el cine es el material del que están hechos los sueños y algo así sucede también con nuestras memorias. Pues bien, así parece entenderlo Arnaud Desplechin en Trois souvenirs de ma jeunesse, posiblemente su film más romántico, desenfadado, accesible y, a la vez, complejo en sus múltiples capas.
Trazando un arco narrativo en tres capítulos, cada cual de duración diferente según la importancia vital que su protagonista/director otorga, Desplechin nos ofrece un repaso por las vivencias de Paul Dédalus. Curiosamente este Dédalo referencial también parece destinado a construir un laberinto, vivencial en este caso, donde intenta retener un pasado traumático del que solo tenemos referencias escasas en forma de (breve) primer capítulo y comentarios en forma de flashbacks o de diálogos al respecto. Siguiendo con la referencia clásica Dédalus busca construir unas alas metafóricas con las que proyectarse (huir) hacia un futuro que no acaba de llegar.
Es en este periplo vital que los recuerdos del protagonista se desplazan hacia un eje principal: El amor. Una historia que viene repleta de elipsis, de saltos temporales buscando un punto de fuga hacia delante donde el objetivo es siempre el mismo, Esther. Una figura que adopta tonos terrenales en su sensualidad carnosa y al mismo tiempo idealizados en una especie de idealización divina. Esther es el pivote donde girará todo, el sueño imposible, la realización amatoria concretada y a la vez escurridiza y vaporosa. Los recuerdos de Dédalus son prácticos, detallistas, realistas si cabe, excepto por su relación con Esther donde siempre obvia en fuera de campo lo malo echando la culpa al entorno, a la vida.
La referencia cinéfila de Desplechin es obvia, cierto. El periplo es deudor de Truffaut, la cámara, las repercusiones, las conclusiones. Pero ceñirse a ello es un ejercicio inane de simplismo. Puede que Truffaut ponga la dimensión moral y emocional de la vida con los movimientos de la cámara, pero las fiestas y lo bailes, las miradas y los diálogos son de un Rohmer liberado de toda atadura formal o temática. Porque aunque estudiada al milímetro, ejecutada con precisión en cada una de sus tretas formales, Trois souvenirs de ma jeunesse es una película que triunfa fundamentalmente porque es una película libre.
No importa lo destartalado que pueda parecer por momentos su montaje, o los huecos en el guión, o las incógnitas no resueltas que pueda suscitar la historia. Nada de ello es relevante en cuanto, como decíamos al principio, los recuerdos son la pintura con que rellenamos nuestro propio lienzo, nuestro bagaje, nuestro montaje, nuestra historia. Compartirlos o no es nuestra decisión y Desplechin, demiurgo del recuerdo decide hacerlo de la mejor manera posible, imprimiendo un espíritu que hace de lo simple epítome de lo romántico, despojando de cursilería la banalidad folletinesca y rellenándola de épica, profundidad, aventura. De la aventura que es vivir plenamente.