Este raro y estimulante cortometraje, merecedor de una mención especial en la última edición del Festival de Cine Europeo de Sevilla, opera más en un terreno emocional que racional, del mismo modo que su narrativa tiene más que ver con el modo en que trabaja el inconsciente que con la realidad. Es decir, que si bien su poética minimalista (consistente, en gran medida, en revestir la cotidianidad de un espeso manto de extrañeza), su ambiguo y sugerente imaginario visual (forjado en base a diferentes elementos pop de los que extrae una fuerza considerable) y su un tanto hermético sentido dramático dificultan un poco su comprensión y su asimilación de cara a un público mayoritario, el poso de melancolía que deja, así como su lirismo excéntrico y surrealista, hacen que su pegada emocional sea lo que finalmente importe, dejando en el espectador un regusto reconfortante, y la sensación de haber visto un objeto cinematográfico terriblemente extraño pero muy capacitado para hablar de cosas esenciales (el amor, la amistad, la ruptura) con un lenguaje cifrado y personalísimo, es cierto, pero que llega al espectador a pesar de ello y a pesar de su arriesgado aparato narrativo, tan vocacional y abiertamente metafórico.
Rastreando influencias, uno puede percibir, en la forma en que están confeccionados ciertos planos, algo del Godard primerizo y juguetón de Una mujer es una mujer, pero su sensibilidad estética resulta en última instancia bastante singular y difícil de emparentar con otros trabajos o directores, más allá de cierta sintonía con un cine de vanguardia de tono absurdo y toques pop. Lo que empieza de forma desconcertante, apuntando a un relato de perversión vouyerística, pronto se convierte en otra cosa menos previsible, narrando la agónica rutina diaria de un trío muy particular, mientras se puntea la narración con imágenes-símbolo y sonidos extradiegéticos que van cincelando el sentido último (y algo elusivo) de esta suerte de alegoría en torno al amor, en la que unos sufren para que otros dejen de hacerlo, como bien refleja su catártico (y, a su modo, algo desagradable) desenlace.
No estoy seguro de que el filme funcione igual de bien a todos los niveles (tal vez su asumida ambigüedad pese demasiado), pero, como apuntábamos al principio de este texto, lo que prevalece es la fuerza de las emociones que convoca a través de su surrealista planteamiento narrativo, con un uso inteligente de determinados elementos (del poderío icónico de la máscara de tigre a la curiosa función narrativa de la gelatina) que ratifican el potencial creativo (y la valentía artística) de sus máximos responsables.