En apenas unos años, el cine de terror ha pasado en parte a ser un espejo fugaz —aunque en ocasiones haya logrado persistir— de aquel celuloide que todavía nos mantiene ensimismados por años y décadas que pasen. La referencia se impone así como un tótem de singular valor: de ser un elemento translúcido, en muy pocas ocasiones transparente, a polarizar la obra llevándola de un extremo a otro sin que esa sea, en muchas ocasiones, la intención primigenia de su autor. En ese contexto, The Void busca, como tantas otras, el reflejo a través del cual enarbolar un cine donde la referencia funcione como una máxima aunque en ella haya una búsqueda de códigos y elementos a partir de los que amoldar esa particular reverberación a un terreno que no se sienta tan ajeno como uno podría pensar en un principio de la cinta de Kostanski y Gillespie.
Esa referencia aparece así más como un destello intermitente de la memoria cinematográfica y de todas las fijaciones forjadas durante años tras un género que crea adicción, que como un intento por apropiarse de lo ajeno en la exploración de una senda que permita indagar en ese espacio como forma de reconstrucción de un universo (im)propio. Es en ese ámbito donde The Void adquiere entidad, más allá de su intento por encontrar una iconografía personal a través de la imagen o de incluso intentar hallar soluciones argumentales en un campo que quizá no requería tal esfuerzo y hubiese jugado mejor sus bazas recurriendo precisamente a aquello tan llano y sencillo como lo que clamaría una serie B de género: minimizar sus objetivos y encontrar en el recreo personal un motivo con el que afianzar las sensaciones de un espectador siempre más predispuesto a disfrutar que otra cosa ante un ejercicio de las características de esta The Void.
El encierro, y su circunstancia, nos traslada a un universo de reminiscencias setenteras —donde Carpenter, centralmente (aunque no de forma única), se escenifica a través de sus parajes tanto descriptivos como visuales— que no busca sino transmitir esa devoción por una época pretérita a la que dirigirse, más que con encanto, con una admiración siempre implícita en la cinta de Kostanski y Gillespie. Y lo cierto es que ambos cineastas lo logran en primera instancia más con muestras de talento esporádico —esa secuencia tan bien concebida y armada en la entrada del hospital, donde se desata definitivamente el germen del film— y con una sugerente puesta en escena a través de aquello que quizá cabría esperar: el referente como exposición —y por ende, valor— central de un ejercicio destinado precisamente a rescatar ese concepto y recrearse en torno a él.
The Void se sostiene de este modo en un entorno donde la serie B funciona como eje desprejuiciado en la búsqueda de un carácter propio a través del cual retozar sobre las constantes del género no sea sino un juego, más que sugerente, derivado de su propia idiosincrasia, pero pierde en un terreno donde parece querer aspirar a algo más, y es en ese aspecto donde la cinta urdida por el tándem canadiense deja atrás una efervescencia lograda gracias a unos códigos que no basta con saber (re)interpretar, además se deben manejar con una suficiencia mostrada por Gillespie y Kostanski, aunque en suma el sabor sea de ocasión desperdiciada, de logro no adquirido en un ámbito que, reconozcámoslo, pocos cineastas manejan como para alcanzar cotas mayores. The Void lo logra durante un punto de su recorrido, y al final uno se queda con esa eficiencia al saber recrearse en un medio donde, por un motivo o por otro, nunca ha sido fácil moverse, y menos en pleno s. XXI.
Larga vida a la nueva carne.