Mucho se habló cuando Paul Thomas Anderson empezó a rodar su nuevo film acerca de la relación que este podía guardar con la cienciología, esa religión que muchos conoceréis por los escarceos de famosos como Tom Cruise o John Travolta con ella, y sin embargo el cineasta ha sabido desmarcarse a la perfección de lo que a priori podía parecer un retrato sobre esa especie de filosofía para trazar un singular lienzo donde el posible atisbo de crítica o retrato quedan eclipsados por una historia mucho más terrenal de lo que pudiera parecer en un principio.
Como película de Paul Thomas Anderson que se precie (sobre todo, en los últimos tiempos), está rodeada por un halo épico entre extraño y viscoso que no hace sino extender los confines de un relato que en ningún momento busca enaltecer sus propios rasgos, sino más bien generar una atmósfera que se muestra enrarecida siempre que los dos personajes principales se encuentran frente a frente.
Sólo es necesario recordar su primer encuentro, donde con habilidad el cineasta los acerca hasta que, a escasos palmos el uno del otro, estalla una extraña tensión. Una tensión que sale a flote en cada ocasión que Freddie Quell (interpretado por Joaquin Phoenix) está cara a cara con Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder de esa creencia que parece desatar tanto furor como contradicción. Cuando más patente queda es durante el desarrollo de unas sesiones que progresivamente harán de Quell un personaje cuya inestabilidad, arrojada durante tramos aislados durante el film, terminará minando al personaje para ponerlo de vuelta de todo en una conclusión más contenida de lo que cabría esperar (en especial, si recordamos la de Pozos de ambición).
Resulta curioso que tras esa compleja relación que Anderson va desgranando con pericia, así como mostrándonos sus claroscuros, se esconda un encuentro tan casual como el que reúne a Dodd y Quell. El primero, un destilador de licor casero (y no del todo fiable) mujeriego y alcohólico que parece vivir en una eterna huida se refugiará en el barco del segundo fomentando así un encontronazo accidental que Dodd resolverá con el temple que parece acompañarle en todo momento. Un temple, eso sí, que queda empequeñecido y ridiculizado cada vez que alguien intenta cuestionar alguna de sus decisiones entorno a su creencia, “La Causa” (hecho que queda patente con la acalorada discusión cuando Dodd visita una casa para realizar una de sus terapias, o cuando el personaje de Laura Dern pone en duda una de las partes de su segundo libro al contradecir las del primero).
Ese cuestionamiento, sin embargo, no llega tan lejos como cabría esperar. El escepticismo alrededor de Dodd y su creencia es enorme: su hijo cree que de su libro no se podrían salvar más que tres páginas, uno de sus colaboradores opina que hay muchas incongruencias, y sólo su mujer parece creer ciegamente (de hecho, en ocasiones se muestra más radical y contundente que el propio Dodd), pero sin embargo apenas nadie decide objetar nada al propio Dodd. Simplemente, lo pasan por alto y siguen con esa pantomima que sólo parecen sostener unos cuantos.
No aprovecha ese factor Anderson para realizar una crítica que podría haber sido obvia y contundente, pero solo parece esconderse de modo velado en algún que otro momento que ni siquiera tiene verdadera relevancia dentro del esqueleto del propio film. El cineasta angelino decide ser más inteligente que todo ello, para él el retrato es cuasi inexistente porque la tensión psicológica que se palpa entre los distintos personajes y ante lo que representan es suficiente estímulo como para lanzar cuestiones de mayor peso que lo que podría ser una meliflua crítica o un retrato irónico.
Así es como ese relato introspectivo ofrecido nos lleva a un punto de vista verdaderamente interesante a través del que Anderson cuestiona la necesidad de líderes o incluso creencias como esa “Causa” por parte de una sociedad que puede creer o no en los preceptos ofrecidos por esas figuras de referencia, pero sin embargo los utiliza como parapeto para acomodar su propia posición en una comunidad donde en realidad no son exigidos, pudiendo eximir así sus responsabilidades e incluso el hecho de tener que buscar en uno mismo respuestas.
Todo ello lo lleva Paul Thomas Anderson con mano maestra, volviendo a ofrecer una cátedra de cine (y lo digo no siendo muy amigo del vocablo cátedra, pero siendo consciente de que el director norteamericano puede copar esa palabra en toda su extensión) e incluso permitiéndose hacer un atípico empleo de las elipsis en el desarrollo de la historia que nunca descoloca al espectador por la pericia que posee al resituarle de nuevo en la escena. Por otro lado, la banda sonora compuesta por Jonny Greenwood (que, de hecho, ya compuso la portentosa partitura de Pozos de ambición) es perfecta: la horma que se ajusta al zapato acompañando esa maravillosa fotografía y ese denso ritmo.
De sus dos actores principales, poco se puede decir a estas alturas, pero es que lo que logra Phoenix con su interpretación, medio encorvado e incluso casi encogido en ocasiones ante la presencia de Hoffman o de su propia “prometida”, que incluso le saca un palmo, haciendo que su figura se torne una figura desvalida pero no carente de cierto genio (que demuestra durante el film), es algo portentoso y que está al alcance de muy pocos. Ante él, un Hoffman soberbio que en cada ‹speech› de su personaje demuestra un temple impresionante, y que logra con pequeños gestos (esos tics del personaje) forjar algo difícilmente olvidable.
Es The Master una película sobre la que se podría debatir amplia y extensamente, más allá de las impresiones que se puedan esconder en estas líneas hay mucho que hablar: la base de ese tratamiento que Dodd lleva a las últimas consecuencias por su “Causa”, los conflictos internos del personaje de Quell perfectamente explicitados con la aparición de ese personaje femenino y esos flashbacks situados de modo minucioso, e incluso la relación del propio Dodd con su mujer que incluso parece de dominación inversa (ella, en la habitación, en pie con expresión férrea al lado del escritorio de él, pareciendo la mano de hierro que en ocasiones el propio Dodd no alcanza a ser pese a su temperamento cuando se duda de “La Causa”)… muchos temas tras una película que, una vez terminado su visionado, sigue creciendo en la cabeza y absorbiendo al espectador.
Uno, al terminar de verla piensa que es un gran y complejo trabajo, pero no está entre lo más lúcido de la carrera de Paul Thomas Anderson. Al día siguiente, cualquier pensamiento se ha desmoronado como una creencia que en realidad nunca significó tanto.
Larga vida a la nueva carne.