Yorgos Lanthimos es de esos directores que parecen odiar a la humanidad, o al menos a esa parte conformista que no sabe lidiar (o no quiere ser consciente) con los problemas que nos rodean. En su quinta película, The Lobster, presenta un mundo en el que sólo se acepta la vida en pareja, esas personas que han encontrado al supuesto amor de su vida. Pero para aquellos que no lo consiguen o lo pierden por el camino, existe una segunda oportunidad, o, por el contrario, serán convertidos en un animal, aquél que el afectado elija.
El amor y la soledad, dos conceptos diametralmente opuestos y tantas veces cercanos, son explorados por Lanthimos en su cuadriculada visión del mundo, en el que la soledad es castigada y el amor es tratado como un acto mecánico, carente de todas esas variables que la riqueza del ser humano pueden presentar. Dibuja así un mundo hermético, hierático, estático; un mundo en el que los sentimientos han dado paso a la necesidad de encontrar a esa media naranja (o media langosta) y a la imposibilidad física de aprender a disfrutar la soledad o una vida no compartida, en la que puede haber cabida para un amor sincero, no manipulado, ni inventado y, menos aún, forzado.
Lanthimos vuelve a jugar a ser Dios: crea a sus personajes, les da vida y después, a sufrir. Los encierra en una prisión sentimental, tanto física como metafórica, un espacio donde vuelve a explotar su característico hermetismo y su formal frialdad, máxime en su visión de las relaciones amorosas, en las que introduce, además, ese elemento animal, representativo de la vuelta a lo salvaje, a ese instinto animal que anula todo lo característico del ser humano, o tal vez no.
The Lobster arranca de forma magistral, con una introducción rápida y un desarrollo preciso, pero no tarda en empezar a decaer y convertirse en un producto demasiado apelmazado. Más tiempo en el hotel y menos en el bosque (los dos escenarios de los que Lanthimos se vale para de(con)struir a sus personajes), hubiera conseguido hacer de esta película el plato gourmet que tendría que haber sido, a pesar de que el mensaje de Lanthimos se repita nuevamente. Si le ha beneficiado o perjudicado rodar en inglés con actores de sobra conocidos es un tema que no interesa. Su mensaje va a llegar igual sea en inglés, en griego o en chino mandarín. Es su estética y sus personajes lo que caracterizan el cine de Lanthimos, y con The Lobster lo vuelve a hacer, pero esta vez ha conseguido convencerme. Me quedo, sobre todo, con el cambio de registro de Colin Farrell, que ha conseguido mantener su rostro impertérrito, con las cejas en el lugar que le corresponde, y una Léa Seydoux en su papel más conservativo (si cabe). Buena elección de actores y de papeles que resaltan su resultado.
Esta es mi visión de la visión de Lanthimos sobre el amor, pero como siempre, en su cine cabe más de una interpretación. ¿Es The Lobster una crítica al conformismo en pareja o es un canto de odio al amor? ¿Es acaso un ataque directo al ser humano por su incapacidad de encontrar en la soledad una digna forma de vida? Vean y juzguen.