Disney World, Florida. Resorts de lujo, grandes atracciones, espectáculos noche y día… un paraíso que nos transporta a un imaginario fantástico instaurado ante la más patente de las miserias. The Magic Castle, Futureland… moteles-cuchitril de los que huyen brasileños en busca de un lugar donde celebrar su luna de miel para cobijarse en el lujo, paredes pintadas de morado, una historia en cada habitación —al que siempre viene a buscar la policía, a la que está casada con Dios…—, y las mínimas circunstancias para poder salir adelante ya sea en condiciones, o no. Dos universos tan cercanos, pero al mismo tiempo tan lejanos que, paradójicamente, Sean Baker no confronta en ningún momento. Un hecho, huir de esa confrontación, que sin embargo el autor de Tangerine contrasta al situar a sus personajes cerca de un complejo turístico cuya presencia se sugiere en todo momento, exponiendo de ese modo un contexto muy distinto: de la fantasía fomentada por un lugar quimérico e inalcanzable hecho realidad, a la imaginación y el dejar fluir la propia esencia como si de un mecanismo de escape se tratase.
Es así como a partir de situaciones mínimas, inalterables para el devenir de sus protagonistas —dar la bienvenida a los ‹freshies› en el Futureland, importunar al gerente de cualquier modo… hacer y deshacer sin responsabilidad alguna, en definitiva—, Baker fomenta un microcosmos complementado por ese ambiente kitsch y colorista que les rodea. Las ruinas —ya no sólo esos moteles dominados por lo estridente de sus colores, también esos complejos abandonados que sirven como cobijo para drogadictos— que bordean Disney World, anidando cerca del lujo, mutan en torno a una óptica genuina e inocente: la de Moonee y sus compañeros de fatigas, que exploran cada rincón habido y por haber, y amoldan sus características a un parque de recreo donde ellos parecen tener el control absoluto, por más que en alguna ocasión se les escape de las manos. El cineasta reformula de este modo todos y cada uno de los espacios donde se mueven, y esas «ruinas» dejan de serlo para acontecer una suerte de extensión vívida de la perspectiva que sostienen los dos protagonistas, como si el drama que les rodea —el clima viciado en el que policías, peleas callejeras e incluso pederastas se dan cita— no importase lo más mínimo y, conscientes de ello o no, todo formase parte de un proceso liberador.
Sean Baker logra escindir de tal modo el entorno de la realidad, abordando a través de ese tono atenuante un carácter social que no condiciona a sus personajes en apariencia, por más que en el fondo sepamos que su circunstancia es otra. The Florida Project se aleja de la miseria que debería reflejar un marco como el que se nos presenta, minimizando su efecto hasta que sólo queda la desacomplejada e incontrolada mirada de Moonee, mitigando un conflicto que en realidad no existe. Y es que, como ya sucedía en sus anteriores trabajos —como en Starlet, donde sorteaba con acierto ese choque dramático que se podría haber producido en su conclusión—, el de Nueva Jersey vuelve a jerarquizar la importancia de lo liviano, impulsando así la búsqueda de una humanidad más cercana, en pos de un contexto que, sin dejar de ser una herramienta mediante la cual dar voz a esas situaciones desfavorables, nunca consigue ganar terreno a sus personajes, tan independientes como presos de una coyuntura ineludible al fin y al cabo.
Toda esa composición, dotada de unas capacidades escénicas tan coherentes como particulares y guiada por esa apreciación del sentido dramático que lo logra desposeer de todo su peso, se ve reforzada por un elenco que rebasa sus propios lindes para conectar a la perfección con el microcosmos descrito. Baker se confirma pues como un gran director de actores, algo no únicamente reflejado en interpretaciones como las de una Brooklynn Prince que, pese a su edad, se come la pantalla a bocados, o un Willem Dafoe que revela tanto una autoridad como una ternura encomiables, también en una química que logra imbuir a cada nueva secuencia un extraño magnetismo; como si el buen ambiente que se deduce del rodaje —la complicidad entre Dafoe y Bria Vinaite parece delatarlo— fuese capaz de contagiarse al propio espectador. The Florida Project es, en ese aspecto, un film que delata pasión y mimo, una complicidad que es difícil ver en pantalla y que Sean Baker ha transformado en un milagro, en un escenario rebosante de autenticidad donde tan fácil es reír como llorar, o incluso palpitar con una maravillosa conclusión que deviene consecuente extensión de su imperecedero universo.
Larga vida a la nueva carne.