Estamos en Chile, en el invierno de 1990, con la democracia de vuelta después de la larga dictadura de Pinochet. En una comunidad aislada de la ciudad, en un bosque, viven en comuna una serie de artistas y personas con sus familias. Un lugar idílico lleno de niños y casas sin cerraduras donde se comparte la mesa con los vecinos. La “urbanización” tiene casas a medio construir, no hay luz y el agua escasea. Este grupo de personas están construyendo su paraíso y con Pinochet fuera de juego, parece que por fin podrán alcanzar su sueño.
Pero para Sofía y Clara la situación es diferente. La primera, con 16 años, comienza a dejar atrás la adolescencia y a perseguir su propio camino, alejada de su padre y la comuna mientras saborea por primera vez el amor. Para Clara, de 10 años, significa abandonar la niñez y se encuentra sumergida en la pérdida de la inocencia.
No todo es perfecto. Había mucho amor y mucho esfuerzo en construir este pequeño paraíso, pero poco a poco la utopía comienza a resultar imperfecta. Sobrevuela por toda la película la sensación de que los adultos, cuando luchaban como podían en la época de la dictadura, estaban más unidos. Ahora comienzan a surgir roces entre ellos y pequeños detalles que nos dibujan un panorama menos idílico de lo que parece a primera vista. Esto es interesante porque con una mirada menos crítica, los mayores parecen más desdibujados que los adolescentes y los niños que merodean por la zona, cuando simplemente sus luchas están más ocultas a primera vista, pero la visión de la directora está ahí. Hay, inevitablemente y como en cualquier otra zona, una ruptura entre los adultos y sus hijos. Los primeros, libres y con canciones de Victor Jara y demás cantautores de otra época ya lejana, se ven atrapados de manera irremediable por cualquier posicionamiento más “conservador” con la madurez, mientras los hijos, que escuchan otro tipo de música, se enfrentan a los problemas típicos de su edad.
Es en ellos donde el interés de la directora se detiene con más calma. Lo mejor de la película no es que nos transporte a una época determinada, sino que se palpa, para mi persona, como un recuerdo de un campamento de verano de mi niñez. Esto sin duda ayuda a que mi edad sea similar a la de la cineasta chilena, pero sin duda hay un mimo por capturar una atmósfera que envuelve todo el relato. La cinta está rodada con colores desaturados, casi como si estuviera filmada como un recuerdo. Hay muchos momentos que pueden estar inspirados por la niñez y la adolescencia de la directora, como ella misma ha confesado, pero el recurso resulta natural e inteligente.
La cinta sigue a un sinfín de personajes, entre los que destacan Clara, la adolescente enamorada del chico mayor con moto —no hay otra forma de describirlo pero no resulta un cliché, se siente sincero—, mientras Lucas, amigo de toda la vida y de su misma edad, experimenta justo todo lo contrario, el amor no correspondido típico de la edad. Por otro lado, Clara es el personaje que menos termina de aportar y su historia queda algo difusa. Pero da igual, porque a Dominga Sotomayor le basta con ir capturando momentos y sensaciones aquí y allá, persiguiendo las miradas y los gestos de los personajes, resultando todo natural y coherente, sin que parezca forzado y, sobre todo, sin que se antoje un cliché cuando todas las cosas que se hacen en la película son aquello que hemos hecho —y siguen haciendo por mucho que se hayan añadido a la ecuación las nuevas tecnologías— toda la vida de dios.
También es de agradecer que no se caiga en una nostalgia impostada o en guiños evidentes para el espectador treinteañero. Sí, todo está impregnado de un cierto aire de melancolía y de una terrible ironía dramática que acecha la cinta; el resultado de que, con la llegada por fin de la democracia, ese mundo está a punto de desaparecer del mapa.
Y también suena Fade into You de Mazzy Star casi como hilo conductor de la narración, y eso siempre es de agradecer, por supuesto.