A propósito del western, en su elemental ¿Qué es el cine?, André Bazin escribía lo siguiente: «El cine ha sido el único lenguaje capaz no solamente de expresar, sino, sobre todo, de darle su verdadera dimensión estética». Aunque matizaba «Esos atributos formales, en los que se reconoce de ordinario el western, no son más que signos o símbolos de su realidad profunda, que es el mito. El western ha nacido del encuentro de una mitología con un medio de expresión». Esa dimensión mítica, en muchos casos alegórica, a la que alude el crítico francés, continúa siendo la base ideológica a partir de la cual, el género sigue ramificándose en cada vez más diversas mutaciones; la magistral Comanchería de David Mackenzie podría ser la piedra de toque que sirva para comprobar la vigencia de los textos del co-fundador de Cahiers du Cinéma.
En Sweet Country, dirigida por Warwick Thornton, los paisajes, las persecuciones a caballos, los tiroteos, en definitiva, las peripecias propias del género que ha logrado mantener su identidad espectacular a pesar de las múltiples desviaciones que ha vivido, pasan a un segundo plano, argumental y visual. Invirtiendo la ya mítica dicotomía entre civilización y barbarie, pone en primer plano a aquellos que, históricamente, han sido condenados al ostracismo, no solo al antagonismo o a un papel secundario, sino que su lugar siempre se encontraba fuera de campo.
Liberado por Fred Smith —Sam Neill en clave eclesiástica—, Sam Kelly, indígena oceánico, junto a su mujer y su sobrina, verá como el privilegio del que goza en los tiempos del colonialismo en el norte de Australia, le convertirán en el blanco del odio racista.
Un ex militar trastornado, un negrero a imagen y semejanza del Daniel Plainview de Pozos de ambición y un sheriff que aglutina todos los pecados que pueda cometer un ser humano y los porta con orgulloso histrionismo, terminarán colaborando para darle caza. Thornton no se anda con medias tintas y, probablemente, peque de maniqueo al caricaturizar a sus antagonistas. Queda meridianamente clara la intención contestataria de su propuesta, tanto como su pesimismo existencialista, quizá su peor baza sea la poca sutilidad al enfrentarse a la aparente complejidad de sus personajes.
En una de las primeras secuencias del filme, Harry March, antiguo soldado, se presenta ante Fred Smith y le pide ayuda para reparar el vallado de su rancho. Dada la insistencia, accede a que Sam le ayude. El trato que recibirán no será ni mucho menos amable. ¿Cómo explicar ese comportamiento errático y violento? A través de un corte, Thornton no duda en mostrarlo bebiendo frente a la luz de la hoguera, lanzando objetos al fuego y gritando fusil en mano. Si lo primero no es más que un signo de evidencia del dispositivo, termina siendo un leit motif para justificar la opacidad de unos personajes concebidos como funciones dentro de una ecuación.
Ese puede ser uno de los principales problemas de la película. El esquematismo del guion no tiene por qué ser un defecto siempre y cuando su autor sea consciente de sus propias limitaciones. En cambio, Sweet Country pretende acercarse al western explorando la duración como acercamiento al realismo —teniendo en cuenta que el mayor logro formal de la película sea la secuencia onírico-espectral en el desierto salino—, utilizando una profundidad de campo que recorta a su protagonista sobre el desierto rojo australiano, pero acaba sucumbiendo a algunos de los peores tropos —villanos cartoonescos— del género que pretende renovar.