El talento de Rodrigo Sorogoyen para el diálogo ya quedó patente en 8 citas (codirigida por Peris Romano), así como su habilidad para conjugar emoción y realismo a la hora de hablar del sentimiento amoroso. De todo ese conglomerado de historias, una en particular me tocó la fibra sensible: la protagonizada por un Arturo Valls cuya húmeda, desamparada, mirada final al objeto de su deseo expresaba más que todos las frases del mundo. En Stockholm, el primer trabajo en solitario de Sorogoyen, uno piensa, inicialmente, que su director se nos ha vuelto un poco finolis y que su acercamiento al romanticismo se declina ahora en clave indie, con el fantasma de Richard Linklater sobrevolando a los enamorados ocasionales en su viaje al fin de la noche. Pero no. Es todo un espejismo. La presencia de Javier Pereira (protagonista de una de las películas clave del nuevo cine romántico independiente español, Tu vida en 65’), los ambientes modernillos, las elecciones musicales (¡hasta suenan Antony and the Johnsons!) y, en fin, el tono de sensualidad visual imprimido a la imagen y la levedad romántica de los diálogos funcionan casi como pistas falsas dentro de un relato mucho más esquinado y venenoso.
Mediada la película, ésta mudará de piel a ritmo de vals, fragmentando la narración en dos. No conviene revelar mucho más para no estropear la experiencia del espectador, pero sí podemos decir que el Sorogoyen nocturno y amable, aquel que nos camelaba con elegancia, se escapa por la ventana cuando llega la mañana y en su lugar aparece un Sorogoyen que recorre el interior de ese piso inclementemente blanco con la precisión de un cirujano. Entonces la película se vuelve áspera y completamente fascinante, incluso recuperando ecos de cierto cine europeo del mal rollo (la atmósfera es un poco Haneke y la escena de Aura Garrido en el baño parece una cita lejana a Canino) que su director plasma en pantalla con una seguridad y un talento para la puesta en escena verdaderamente admirables, lejano ya el tono algo descuidado de 8 citas.
Sorogoyen y su coguionista Isabel Peña han planteado, en definitiva, un cuento moral implacable sobre las relaciones sentimentales, sobre la sinceridad y la mentira y sobre la responsabilidad de nuestros actos. Y lo ha hecho mirando de soslayo a todo ese cine romántico empeñado en idealizar el amor, precisamente con la intención de dinamitar sus postulados desde dentro, como un terrorista suicida, y logrando salir victorioso de la empresa. La victoria se sustenta en dos columnas vertebrales muy sólidas: el reparto y la rítmica apabullante de los diálogos.
Obra de cámara sostenida en los hombros de su pareja protagonista (que prácticamente monopoliza todo el metraje), la cinta no funcionaría del mismo modo con otros actores menos dotados y/o compenetrados que Aura Garrido y Javier Pereira. Ambos aportan matices a sus personajes, crean ilusiones y las desmienten, hablan con la mirada y con los gestos, y, en fin, conducen y transmiten la intensidad del texto con precisión. Dicho texto, por su parte, se desplegará en pantalla primero con una armonía dulce, parsimoniosa, para después tomar giros inquietantes y hallar zonas de inesperada violencia emocional. Y siempre, en todo momento, sin bajar la guardia en esa particular esgrima verbal que materializa la tensa batalla psicológica que establecen los protagonistas desde el inicio de la película, conforme va cambiando el tono de las palabras y las intenciones que éstas encierran.
Financiada a través del método crowdfunding (es decir, a través de numerosas microfinanciaciones), Stockholm es un triunfo de lo pequeño cuando está bien realizado, además de un inesperado y penetrante drama psicológico capaz de convertir un juego de seducción amorosa en una experiencia cercana a la pesadilla, donde los personajes someten o se someten, y donde cada palabra y cada revelación lleva implícita una herida determinada. En fin, un inteligente artefacto capaz de neutralizar al yo enamoradizo que llevamos dentro sin necesidad de desterrar de la ecuación el factor de la verosimilitud, más bien al contrario: Stockholm inquieta por la plausibilidad de lo que narra y por la precisión con la que lo narra, así como por valerse de personajes que podrán ser más o menos simpáticos, pero que resultan creíbles y complejos dentro de su propia idiosincrasia.