Mirando en perspectiva todas las obras que integran su filmografía, Hirozaku Kore-eda lleva ya bastantes años explorando la naturaleza y la dinámica de los vínculos afectivos y de la familia dentro de la sociedad japonesa. Buscar aspectos distintos de temas que están tan interrelacionados supone ya un auténtico reto. Esa capacidad para encontrar tratamientos que aporten una nueva aproximación en un universo personal de ficción tan establecido en tono, intenciones y personajes —con sus variaciones según sus objetivos, por supuesto— es uno de los elementos que más sorprende del director nipón. En Shoplifters el punto de partida es el de una numerosa familia que se dedica al robo de comercios para sobrevivir. Al regresar de una de sus exitosas incursiones consiguiendo provisiones se encuentran con una pequeña niña hambrienta sola en casa. El gesto de llevársela a su hogar para darle de comer pasa de efímero a permanente, quedándose con ellos de manera indefinida a pesar de la búsqueda en marcha por su desaparición. Este básico diseño argumental es una simple excusa para retomar de nuevo la deconstrucción de las piezas que integran los roles familiares, los cuidados y las motivaciones de sus integrantes.
Buscando referentes recientes, aquí Kore-eda parece combinar ideas del discurso sobre el enfrentamiento de la biología contra la crianza de Life Father, Like Son (2013) y la asimilación de un nuevo miembro en la estructura familiar de Our Little Sister (2015) con un retrato intergeneracional que hereda de After the Storm (2016). Pero a diferencia de esta última, huye de un planteamiento con un conflicto dramático evidente y se apropia de la cinta una narración mínima desde una perspectiva observacional formalizada a través del trabajo con la cámara —especialmente destacable dentro del reducido espacio de la casa familiar—. A falta de un conflicto explícito, la atención la tienen los pequeños detalles cotidianos mientras transcurre el tiempo y la pequeña Yuri (Miyu Sasaki) pasa del silencio y de apartarse del ruido y la actividad de los demás a tomar un lugar activo y comunicarse como un miembro más del clan, copiando incluso los pequeños rituales de su nuevo hermano Shota (Jyo Kairi). Como siempre, Kore-eda maneja delicadamente la mirada infantil respecto a la soledad y el dolor en una catarsis de grupo en la que se percibe una conexión terapéutica y algunos extraños comportamientos que hacen pensar que lo que vemos no es todo lo que hay detrás de esa peculiar familia.
La ternura que desprenden sus imágenes según les vemos resolviendo problemas, superando situaciones más o menos complicadas o anecdóticas y dejando atrás los traumas sufridos por Yuri, se incluye dentro de una dimensión social trágica que eleva las ambiciones de la película. Lo que esconde la familia que ocupa el foco del relato es nuestra necesidad como individuos de conectar con otros —tanto de amar desinteresadamente como de sentir una reciprocidad y apoyo incondicional—, además de denunciar un desamparo crónico que amenaza con asolar a multitud de personas provenientes de la descomposición de familias o de fallos del sistema por mantenerles con dignidad, que se encuentran en los márgenes de una sociedad que no se preocupa por los excluidos y aquellos en mayor posición de debilidad o pobreza. Pero Yuri es la representación de una realidad oculta y grave, siendo víctima de los maltratos y el desinterés de sus propios padres mientras encuentra el cariño de unos desconocidos que comprenden su situación de una modo profundo, mejor que cualquier representante de las instituciones públicas que buscan recuperarla o cuyo trabajo es resolver una situación que finalmente se desvela como una compleja muñeca rusa en cuya apertura se hallan muchas respuestas tangibles pero ninguna que pueda explicar el origen del apego que cohesiona y satisface nuestras afinidades o necesidades emocionales.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.
¡Vaya, un cine superburgués, sicólogico, retrógrado y sentimental. ¿Va de retro?