Hay propuestas que con un desarrollo inteligente y calculado acaban por engrandecer una premisa loca y desventurada que, además, luchan por reforzar la empatía con el espectador que se vea capaz de entrar en juego. Y es que Relaxer es una de esas películas sólo aptas para quien compre su diatriba desorbitada: Abbie es un joven que en el final de la década de los 90 pasa sus días sentado en un sofá, jugando constantemente a la videoconsola y asumiendo una serie de retos que parezcan conformar su modelo de existencia. El último de estos duelos lo conocemos cuando asista a escena su hermano, poco antes de que se nos presente la gran coyuntura que servirá de epicentro para iniciarse las aventuras de este joven y su sofá, al que permanecerá anexo por propia voluntad hasta que consiga ese próximo reto: superar un récord en el PacMan, uno de esos juegos interactivos con los que Abbie se ha pasado multitud de horas sentado enfrente de la pantalla. Ahora, lo hará bajo una manera totalmente existencialista y con la condición de no abandonar su sofá hasta que lo consiga.
Relaxer es un film que rápidamente se encarga de construir una idiosincrasia propia: se ambienta y no sin efectos colaterales en las semanas previas al supuesto holocausto tecnológico que azotaba las leyendas urbanas del también llamado “Efecto 2000”, además de repescar para su imaginario elementos propios de la nostalgia retro vivida hoy en día, y entregando a sus personajes secundarios un carácter divertido e hilarante; las paulatinas apariciones de estos son una maniobra de aportación de más datos relativos a nuestro protagonista. Cuasi en ímpetu teatral, ya que la película no saldrá en ningún momento del pequeño salón donde Abbie se enfrenta ante el más importante desafío de su vida, amigos y conocidos harán acto de presencia regalando momentos totalmente absurdos, pero que conforman su disparatada singularidad. Aún dentro de su minimalismo escénico, el film se permite ciertos devaneos con el horror; y es que, en realidad, las conexiones que en la evolución de trama se pudieran hacer con algún subgénero en concreto, sería el propio ‹survival›: Abbie se busca la vida para conseguir comida, agua junto a demás necesitades, aunque Potrykus rápidamente aligera las situaciones con los impulsos cómicos: un humor divergente y disparatado que añaden a la historia unas texturas muy propias.
El film llega al espectador más desprejuiciado por ir desglosando paulatinamente su carácter totalmente alienado que acabará incluso por desembocar en un tercer acto disparatado y afín a la completa desmesura formal; el propio desarrollo de Abbie sucumbirá en un explosivo y perturbado clímax final, que dará luz a los pequeños datos que hemos ido conociendo de él. Pero, en esta inmersión por un personaje principal demente, paranoico y vacío en espíritu, hay cierto discurso generacional que Potrykus envuelve de nostalgia pop: un disparo directo y certero a cierto estereotipo juvenil donde la película gana enormemente en discurso. Otra de sus jugadas maestras es la que hace que realidad y surrealismo converja en un mutuo ‹feedback›, alentado por las aristas asimiladas en un complot visual perversamente exquisito: Relaxer, y su puesta en escena cercada en el propio intrauniverso de Abbie o, lo que es lo mismo, ese pequeño salón que sufrirá todo tipo de consecuencias físicas y orgánicas de sus andanzas, rodeando la cinta de una supuración de regusto sucio, aislado y obsceno. Un campo de juego inmejorable para una película tan delirante como hábil, tan trasnochada como diestra en su alegato conceptual.
Increíble es la interpretación de Joshua Burge, inseparable del director, que aguanta perfectamente el peso en una película donde la conexión con su protagonista es primordial: Abbie y su mundo interior afín a la fantasía y la paranoia son vitales para que el espectador se sumerja por todos los derroteros inexplicables hacia los que deriva su argumento. Este, además, traza un mapa de conducción con un increíble compromiso con el género: es realista en su trasfondo, repulsiva en sus impactos y se otorga para ello de un fino sentido del ridículo en sus continuos disparates. Una película tan curiosa como imprescindible, aunque cabe advertir que tras la pared anacrónica de su envoltura el espectador se puede encontrar ante un choque de realidad tan detonante como su maravilloso gag final.