Petter Næss es uno de esos cineastas de los que, tras su pequeño momento de fama cuando en 2001 ganara el Oscar a Mejor película de habla no inglesa por Elling, poco más se ha oído hablar y, aunque si bien es cierto que en 2005 parecía dar el gran salto poniéndose tras las cámaras para dirigir a Radha Mitchell y Josh Hartnett en Crazy in Love, los años venideros no serían demasiado prósperos. Muchos pensarán, pues, que tras el recorrido internacional de Perdidos en la nieve (ha llegado a paises como Alemania, Rusia o Estados Unidos) se escondan quizá motivos de peso como podrían ser el hecho de que el relato esté basado en hechos reales o que para él Næss haya contado con el elenco de mayor caché de los últimos años en su cine (donde podemos encontrar nombres como los de Rupert Grint —más conocido por su papel de Ron Weasley en la saga Harry Potter— o el bávaro Florian Lukas); nada más lejos de la realidad, lo que prima en Perdidos en la nieve es el talento de un cineasta que demuestra haber sabido evolucionar, concretar y extirpar de su cine algunos de los males más recurrentes cuando se manejan historias de personajes como Elling o la que nos ocupa.
Pero lejos de esa concreción se encuentran apuntes que demuestran el peso de Næss tras las cámaras. Es el caso de ese prólogo donde seguimos el derribo de dos aviones con fueras de campo para situarnos en el epicentro de la acción: el aparato de uno de los dos bandos derribado y sus tres tripulantes dando “sepultura” al cuarto entre llamas. Ya sea por economía de recursos o por evitar que el film arranque con un choque tan brusco, una secuencia tan extrema y deshumanizada como la de un grupo de hombres intentando dar caza a otro, que apartaría al espectador repentinamente de ese otro choque, entre naturaleza y ser humano, el noruego elige la mejor de sus cartas y la desarrolla con una pericia y elegancia envidiables.
Con un desarrollo que no busca ponernos con rapidez en el núcleo del conflicto que se generará entre un piloto británico y su ayudante y tres camaradas bávaros en el interior de una cabaña en mitad de ninguna parte, Næss presenta con tacto e intención a unos personajes que, con sus vicisitudes, no son blancos ni negros, sino que adoptan el color que más se acercaría a una situación así en mitad de un conflicto armado, el gris, por mucho que los estímulos y la propia naturaleza humana puedan traicionar un vínculo que primero se generará por necesidad, y con el paso del tiempo se irá transformando en afectivo.
No incide, no obstante, el autor de Crazy in Love en ese nexo que pueda surgir entre los cinco soldados, y desarrolla entorno a los carácteres e inseguridades de cada uno las situaciones necesarias para comprender que tras ideales y condición puede haber algo más. En ese sentido, atina especialmente el guión que firma el cineasta junto al debutante Dave Mango y a Ole Meldgaard (que, hasta ese momento, sólo había escrito para televisión) con la inclusión de ese «Mein Kampf» que primero será objeto de disputa entre Josef y Smith para terminar mostrándonos que ante los sentimientos y emociones no existe credo que pueda gobernar nuestro destino.
También resulta certera la descripción realizada de cada uno de esos personajes: el avezado e intrépido carácter de Smith que pronto chocará con la inseguridad de Josef, la parquedad y hieratismo de un Strunk que esconde tras esos rasgos una inteligencia y sensibilidad inesperadas, y el poder de liderazgo que muestran tanto Schopis como Davenport (en especial este último, sobreponiéndose a la situación generada por Smith cuando use unas páginas del ideario de Josef como papel de baño). Ello contribuye a originar momentos que, lejos de intentar condicionar al espectador, más bien buscan abrir un pequeño resquicio mediante el cual comprender que, a través de sus debilidades (no es Smith por intrépido menos iluso, ni Strunk por inalterable menos humano), no son más que seres de carne y hueso.
Rodeados por los bastos parajes nevados noruegos (de hecho, el film se rodó cerca de la cabaña donde acontecieron los hechos) y con la tenacidad como único medio para sobrevivir, Næss nos lleva a través de un viaje que, si bien es cierto no descubre nada que anteriormente no hubiésemos visto, funciona como un sólido espejo y reflector de lo que es la condición humana, obteniendo además en su conclusión un cierre perfecto en el que ni el cineasta se excede (los intertítulos finales son un broche final, si bien eludible, adecuado por no trasladar en imagenes lo que habría resultado redundante), ni se pliega ante concesiones dramáticas que ante una propuesta más académica habrían funcionado, pero en Perdidos en la nieve resultarían innecesarias por quebrar un pacto ficcional que, además de poner tras de sí interpretaciones maduras e intensas como las de Grint, Lukas o Nieboer, sumerge al espectador en una historia ya vivida, pero en pocas ocasiones contada con la sensibilidad de Næss.
Larga vida a la nueva carne.
Película aburrida y mal interpretada. Una película que hubiera sido una obra maestra del género si hubiera tenido buen guión y buena interpretación resulta ser un tostón infumable. Los personajes, que llegan a tener que alimentarse de musgo cocido, aparecen lozanos como si el aire engordara (al menos habrían podido tener la profesionalidad de ponerse a adelgazar como hizo Adrian Brody en «El Pianista»). Las interpretaciones, que unos buenos actores hubieran podido sacar adelante magistralmente, carecen de credibilidad: no muestran sufrimiento, no muestran miedo. Los diálogos no son creíbles (no insultas ni le vacilas a un enemigo que te apunta con un arma si tú estás desarmado). La dirección, sin ser mala, no sabe sacar emociones a los actores;. El maquillaje fatal: los actores deberían parecer muertos de hambre y no tienen ni ojeras, ni barba ni les crece el pelo. La banda sonora es verdaderamente limitada.
En resumen, una película de director aficionado, de guionistas aficionados y de actores aficionados. Quien diga lo contrario es que no ama el cine.