Una pura formalidad
«¡Kitano ha vuelto!», gritan muchos. «Nunca se fue del todo», responden otros.
Después de un periplo más introspectivo y justo tras cumplirse una década desde su última película de la Yakuza y policías con malas pulgas, que al fin y al cabo es el género que dio a conocer a Takeshi Kitano a inicios de los años noventa, aparece una obra como la presente, donde se nos promete volver a disfrutar del mundo que antaño supiera retratar de manera tan personal el insobornable cineasta. Así que uno acude a la sala dispuesto a reencontrarse con ese cine, esa mirada poética, esas malas pulgas y ese humor seco y crudo del cineasta que tras un largo viaje, parece por fin descansar en sus orígenes. Pero algo ha cambiado. Me acerco a él y lo encuentro, como decían en ese libro de aventuras de piratas, islas y tesoros, más viejo, más cansado, y algo más sabio. Y mucho más cruel. No, este no es el Kitano que nos dejó hace 10 años. Ni él, ni sus ‹yakuzas› son ya los mismos.
Su mirada se muestra igual de fría, cierto. El humor sigue intacto, aunque menos tangible y más crudo que nunca. Pero no hay rastro del romanticismo al que nos tenía acostumbrados, no queda nada de esa Yakuza que podía identificarse como samuráis urbanos con pistolas que seguían un código. El código ha muerto. ¡Viva la Yakuza! Ya no hay fidelidad, ni amistad, ni amor, ni una muerte triste y dulce a la orilla del mar. Kitano ha vuelto, el de siempre, más cambiado que nunca.
En un momento de la cinta queda explicado verbalmente por si alguien no se ha enterado de qué va la cosa; la vieja Yakuza ha muerto. Todo ha cambiado. Todo es más negro, más cruel y sin atisbo de cierto romanticismo al que nos tiene habituados Kitano. Los viejos códigos ahora son una pura formalidad. Recuerda y mucho a Brother, la anterior cinta de ‹yakuzas› del director hace diez años, pero es (incluso) mucho más negra que esta. Kitano ha dejado algo aparcado el humor que le caracterizaba, por mucho que sale a cuentagotas en determinados momentos de la cinta.
Los personajes ya no se rigen por el honor o la lealtad. No son más que meras piezas sin importancia de una partida de ajedrez donde todos pierden. Se masacran entre ellos por las migajas del poder sin miramientos. Y sin embargo, uno no puede olvidar a cierto personaje secundario, perfilado con mucho cariño por el cineasta, que en el tramo final confirma que sigue llevando en la sangre todo aquello que hizo grande a un tipo como Kitano y su cine. Este personaje demuestra lealtad y respeto, pero por encima de todo y en medio de una brutal represión donde todos caen como moscas, termina enseñado esa cosa llamada amistad.
Es una de las obras más corales de su autor, con multitud de personajes, todos enfrentados y rejuntados por seguir subiendo peldaños sin importar las consecuencias, donde no hay ningún tipo de miramientos. Más pronto que tarde, todos van siendo eliminados en un juego cruel e inútil donde las cartas ya están marcadas desde el inicio. Todo huele a podrido en la obra. ¿Dónde quedan esas muestras de lealtad de antaño? ¿Dónde quedan los amigos? ¿Dónde queda el romanticismo? Y sobre todo ¿Qué fue de esa dulce muerte junto al mar?
Sin embargo, a pesar de que la mirada de su autor es mucho más cruel y madura sobre la Yakuza japonesa, los códigos del cineasta siguen ahí, intactos después de una década.
Todos se matan sin pestañear, formando parte de un juego del que no son más que peones. Muerte, muerte, muerte y más muerte… una pura formalidad.
Ya es oficial. Kitano ha vuelto.