He aquí uno de los grandes ejemplos que confirman el debate que lleva ocupando largas tertulias y divisiones de opiniones en el cine español independiente de los últimos años: una lacerante crisis económica no es, o no debería ser, excusa y justificación para una crisis creativa y artística. Contra todo pronóstico, las técnicas cinematográficas para crear la ilusión fílmica, si se conocen y se usan con brillantez, no tienen por qué estar mermadas por las limitaciones económicas. De hecho, de estos estancamientos presupuestarios surgen retazos de ingenio y creatividad que, en última estancia, conducen a resultados del todo fascinantes.
Este es el eminente caso de Otel·lo, una adaptación radical y desmitificadora de las bases y principios argumentales de la obra de teatro de William Shakespeare, cénit absoluto en la literatura sobre la temática de los celos y la manipulación movida por estos. La visión que Hammudi Al-Rahmoun, profesor titular de la ESCAC en Barcelona, ha proyectado y reinterpretado sobre la base teatral se erige como una transformación más que como una adaptación, y he aquí la valentía de la propuesta: el germen del libreto literario y la amalgama de tormentosos delirios emocionales que actúan como fuerzas de choque pendulares se funden con una concepción y una puesta en escena insólitas, elaborando unos códigos y unos recursos extracinematográficos que se sustentan en la experimentación y en el riesgo de nuevas y originales apuestas formales que aseguren la intransferible individualidad de la película y su estimulante contrapunto artístico.
En este sentido, la exposición simétrica de sus constantes reveses se ve motivada por la acumulación de tours de forcé que desarrollan sus principales líneas maestras escenográficas, icónicas e interpretativas, alejando persistentemente el rastro seminal de la obra original y asegurando el aislamiento autoral. El propio Hammudi Al-Rahmoun se nos presenta también como el director de la ficción, asumiendo el papel de villano e instigador del caos, y ello provoca un fenómeno de Doppelgänger metafílmico con respecto a su alter ego orgánico en la película filmada.
Junto a su desasosegante iluminación cenital y su realización con un sistema de multicámara hiperactivo y espontáneo, se conforma el enrarecimiento atmosférico perfecto para trazar, junto a los ademanes señalados, los enlaces emocionales que la trama presenta con asfixiante acierto: la lucha entre director y actriz, la disparidad, la crispación de pareceres, la valentía y la cobardía. En definitiva, una tesis experimental sobre el traspaso del límite ético y moral no trazado entre los creadores de la ilusión audiovisual.
Dentro de esta vuelta de tuerca arriesgada y a todas luces efectiva se encuentra un reparto plagado de no actores y, en el centro de la tormenta, una actriz, interpretando a Desdémona, de suave y claro rostro que se eleva sobre todo lo demás, cuya madurez y sobriedad, a pesar de su juventud, sustentan toda la sangre existencial vertida en la propuesta: Ann M. Perelló. Sin duda alguna, dará que hablar durante los próximos años.
Un ejercicio, en definitiva, inapelable en el radicalismo y equilibrio de sus formas, así como a la hora de conmocionar y levantar ampollas. Su estilo de filmación y sus interpretaciones, que parecen denotar espontaneidad e improvisación, continúan funcionando como broma alegórica que repercute en su apariencia semidocumental y que al mismo tiempo reafirma su clara vocación ficcional.
Todos estos retazos de características y de vanguardismos, que explicados pueden ser agotadores, se solapan con coherencia y efectividad durante todo el metraje, provocando un alterado estadio de confusión en el espectador. Contemplar Otel·lo es como mirar a través de un gran caleidoscopio y bucear por el descifrado de una ingente cantidad de aristas, puntos de vista y reflexiones. En definitiva, esta nueva reinterpretación cinematográfica del texto de Shakespeare comparte aquello por lo que se define su obra literaria a lo largo de la historia: es, indiscutiblemente, única.