«As coisas acontecem, basta acreditar.»
Santo António de Lisboa
Una sencilla cita adosada al cartel de O ornitólogo otorga tantas connotaciones como parece poder percibir el cine de João Pedro Rodrigues, director portugués a la sombra de otros compatriotas como Pedro Costa o Miguel Gomes que, sin embargo, ha sido capaz de tejer un libro de estilo personal, único. Esa cita —de traducción «Las cosas suceden, sólo cree»—, obviamente emparentada a las entrañas de su nuevo film, bien podría sustraerse de un cine en el que no caben mandatos o prejuicios, pues la espontaneidad con que ejecuta el autor de O fantasma sus obras sostiene un valor doble para el espectador; más allá de lograr que confluyan maneras y géneros tan distintos como los que suele abarcar en esas mixturas imposibles que nos ha entregado ya en alguna otra ocasión, está también la particular cualidad de decidir como debe fluir la naturaleza de un cine en el que hay que creer. Aquel cine que, en definitiva, se debe dejar discurrir más allá de la propia dialéctica del medio puesto que se termina no sólo aprehendiendo la valía de una forma de expresión extraordinaria, alejada de arquetipos, también recreándose por completo en aquello que en un primer término no parece concebible.
Rodrigues nos emplaza de este modo a un periplo que, como es habitual, verbaliza mayormente a través de sus imágenes, unas imágenes que huyen del lugar común para implantar otra condición allí donde no se esperaba. Pasar del thriller más estrambótico al horror irracional o incluso a su habitual homoerótica no parece advertir dificultad alguna para el portugués, y a partir de ahí engranar toda referencia no pasa sino a formar parte de un lúdico experimento donde abarcar no sólo de las posibilidades que ofrece la obra, sino también de una percepción moldeada de modo distinto en la mente de cada espectador. Una virtud —o handicap— que bien podría restar carácter a una cinta como O ornitólogo, pero sin embargo encuentra en la homogeneidad de que dota el portugués al conjunto una valiosísima arma. El tono sugiere así no varios microrelatos que van tomando forma a través de una crónica central, más bien segmentos que se funden en un trayecto donde todo posee una relación tangible, y que Rodrigues conecta con una audacia que nos lleva más allá de simples códigos o expresiones: se desprenden de su naturaleza específica para dibujar un mosaico tan extravagante como atrevido.
O ornitólogo funciona de este modo como pieza específica de un cine que continúa expandiendo un universo en el que perderse tantas veces como fuera necesario, y es que más allá de si el recorrido resulta sorprendente o no, nos encontramos ante el genio de un cine exonerado de toda imposición. No queda ni rastro de lo que podríamos comprender que describe Rodrigues en un sustrato que probablemente evoque otros textos y escalas, pero en ningún momento de modo consciente o dúctil. Es así el suyo un cine libérrimo, a través del que contemplar y aprender a contemplar: sin sujeciones de ningún tipo, solamente paladeando un recorrido en el cual el único rasgo que podría llevarnos a comprender que nos hallamos ante un autor es su estilo, jamás unas pretensiones o vanidad que quedan difuminadas por la extrañeza, el jugueteo recíproco y la insondable construcción de una pieza que la única respuesta que busca —por mucho que pueda haberlas en otros sentidos— es la de un espectador tan consciente de ante lo que está como para abandonar cualquier atavío y simplemente disfrutar, del primer al último minuto.
Larga vida a la nueva carne.