¿Tres son multitud? Si nuestra respuesta se basara en el comportamiento de Freddy, Mo y Polly, seguramente diríamos que no. Este grupo de amigos, compuesto por una pareja gay y una mujer soltera, viven en su apartamento de Brooklyn como una pequeña e íntima familia. Ni siquiera el hecho de que Polly, deseosa de ser madre, acuda a Mo para que le ayude mediante técnicas de inseminación artificial tras el fracaso de Freddy, es capaz de destruir la amistad tan profunda que se palpa entre ellos. Como bien nos cuenta el director chileno Sebastián Silva (que también interpreta a Freddy) con Nasty Baby, su primer largometraje en territorio estadounidense, cualquier tipo de familia es posible siempre que esta funcione.
Pese a llevar el sello de indie desde su comienzo, Nasty Baby no es la típica película independiente que peque de buenrollismo, desprenda unas exageradas ganas de vivir o utilice la banda sonora como principal vehículo para transmitir emociones, como por desgracia ya hemos visto en demasiadas ocasiones. Más bien al contrario: Silva quiere hacer del film un espacio con cierto realismo, con unos problemas de pareja honestos, cuñados peores que los suegros y vecinos cuyas excentricidades impiden conciliar el sueño. Todo en la cinta está al servicio de la historia, que pretende ser construida sin tener en cuenta las convencionalidades de algo que ya es un género por sí mismo.
Pero este deseo de Nasty Baby de querer ser tan rompedora desde el punto de vista argumental, al final a quien acaba destrozando es a la obra misma. El desenlace es atípico y arriesgado, pero parte por completo el estupendo clima íntimo y cercano que tan poco le había costado a Silva elaborar. Pretender llevar la obra un paso más allá nunca es malo siempre que el cambio de panorama no sea demasiado brusco y antinatural, cosa de la que precisamente carece el chileno en este film. Alguno dirá que el cineasta ya había dejado las pistas suficientes como para que a nadie le pillase de improviso semejante final, pero en realidad no es un problema del propio giro en sí, sino de lo que llega después hasta que aparezcan los títulos de crédito.
Además, no deja muy buen sabor de boca contemplar cómo Kristen Wiig goza en Nasty Baby de una importancia bastante por debajo de su poderío actoral. Aunque, de base, el papel de madre soltera en busca de un retoño es sólido y muy oportuno para cuajar una gran actuación, el paso de los minutos afecta negativamente a su personaje, quedando en una especie de «sparring» al servicio de la pareja masculina. Esta decisión, que en principio sólo sería criticable en base a pequeños aspectos, queda en evidencia al descubrir que los papeles masculinos no son precisamente de lo más atractivo, desarrollándose con algo de descuido en varias ocasiones (las escenas de Freddy como artista son poco menos que absurdas).
Es cierto que no se pueden dejar de lado las notables intenciones de Silva con Nasty Baby, no por ser loables en sí mismas (lo cual no necesariamente implica algo bueno cinematográficamente), sino por lo bien ejecutadas que están durante gran parte de la película. Pero es imposible obviar el mal poso que deja la película al contemplar sus últimos minutos, cómo un exceso de ímpetu raya más en locura que en genialidad y da al traste con lo que podía haberse constituido como una de esas producciones indie buenas, frente a las malas que no hacen más que reproducir esquemas vacíos y carentes de relevancia más allá de su propio regocijo. Nasty Baby se queda, pues, en terreno de nadie.