En el interior de la Polonia rural el modo de vida de sus ciudadanos apenas ha cambiado en mucho tiempo. Alejada de la más cosmopolita Varsovia y de las grandes ciudades europeas, la influencia de la tradición católica y sus costumbres son anclas en el tiempo que permiten crear comunidad a su alrededor sin apenas cuestionar los valores que las sustentan. En Mug aparece la mirada inquisitiva de su directora Małgorzata Szumowska hacia una sociedad cerrada sobre si misma y que no es capaz de aceptar el cambio o los elementos discordantes en su seno como parte de su identidad. De hecho es la identidad y su crisis profunda lo que define al personaje protagonista del film también. Jacek ya es un individuo señalado por sus peculiaridades y su afición a la música heavy metal. Cuando tiene un accidente dentro del lugar de construcción de la estatua del Jesucristo más grande del mundo y recibe el primer transplante de rostro, su vida se fragmenta entre su popularidad para la opinión pública polaca y los medios como celebridad y el ostracismo al que se ve empujado dentro de la misma colectividad en la que reside, trabaja, ama y, en definitiva, existe como persona.
Una intensa energía desprovista de cualquier tipo de contención por parte de la directora se transmite en la narración de la película desde el primer momento. Su conciso montaje va enlazando una serie de situaciones que configuran de manera impresionista una descripción y ácida crítica social a través del retrato costumbrista de sus vecinos. En la interacción con ellos y sus distintas reacciones e iniciativas para evitar o incluir a Jacek de nuevo en su colectivo —voluntaria o forzosamente— se denuncia sus posiciones hipócritas y permite elaborar profundamente la aproximación irónica de su directora hacia el relato, además de integrar un descarnado humor negro que llega al extremo de plantear una delirante escena de exorcismo digna de William Friedkin en The Exorcist (1973). Esta dinámica no sólo permite construir un juicio moral a través de la cámara en el alcance social de su narrativa, sino que también deconstruye psicológicamente al propio protagonista durante su metraje a partir de la relación con su propio cuerpo, entre su vida anterior y la actual, entre sus anhelos y la imposibilidad de alcanzarlos, entre cómo es capaz de aceptarse o no a si mismo físicamente y la transformación aparentemente irreversible que supone para su existencia, su sexualidad, sus aspiraciones amorosas o laborales y sus amistades.
Todo parece envuelto aquí en una atmósfera de realismo mágico en clave de un cuento satírico en el que la religión juega un papel fundamental como referente y guía de sus habitantes. El rechazo del cuerpo desfigurado de Mateusz Kościukiewicz y de su reconocimiento contrasta con la devoción dedicada al adorado ídolo —ridículamente gigantesco— construido en las afueras del pueblo. Aunque ambos compartan aspectos inherentes indiscutiblemente grotescos, no son percibidos de forma análoga. Nos encontramos ante gente que cree en la Transustanciación —en la transformación del pan y del vino consagrados en misa en la carne y la sangre de Cristo—, pero que es incapaz de aceptar un mero cambio estético en un semejante, que destruye cualquier posibilidad de reconocerle como un igual aunque su esencia sea exactamente la misma. La cercanía de la frontera alemana también deja entrever las implicaciones simbólicas de un sujeto transmutado explícitamente en algo que se siente ajeno, con el miedo a una alteridad que pueda destruir el ‹statu quo› como consecuencia. Este miedo a la influencia externa se ve representado en el que ahora se percibe como un intruso que desafía el orden, las normas sociales y los tabús autoimpuestos por sus creencias.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.