Al hablar de Xavier Dolan es inevitable acudir al término “L’enfant terrible”. Con tan sólo 25 años Dolan ha firmado grandes títulos aclamados. El último de ellos es Mommy, que se esperaba con gran expectación después de un trabajo tan claustrofóbico y atrayente como fue Tom à la ferme. Con su nueva película descubrimos una nueva faceta del Edipo actual, la peculiar relación de una madre con su hijo hiperactivo en una Canadá distópica que permite a los padres prescindir de sus hijos si padecen alguna enfermedad psicológica que impida a aquellos cuidarlos como es debido. De antemano ya sabemos que Diane o Die como prefiere ser llamada (Anne Dorval) es un personaje excéntrico y poco centrado, una fantasía de madre moderna desfasada que vive en un mundo poco real. Del otro lado, Steve (Antoine-Olivier Pilon), su hijo, desordenado, alocado y desinhibido que saca lo mejor y lo peor de ella. Un dúo cómico-dramático con los que Dolan juega, de nuevo, a hacer un retrato, creemos, casi autobiográfico.
Lo primero que llama la atención al terminar de ver Mommy es su anarquía, en todos los sentidos. Dolan es anárquico en su formato, en su narración, en las relaciones interpersonales de sus personajes y en su ritmo narrativo. El caso es que le funciona, y bastante bien. Rompe con el formato estándar acomodándolo a la sucesión de su historia: más abierto en los momentos vívidos, y más cerrado cuando quiere centrar la atención del espectador en un sentimiento concreto. Eso hace que sus personajes se muevan con poca libertad, aunque que entren o no en el plano, tiene poca importancia, haciendo imposible que en muchas ocasiones entren en él todos los que tienen que entrar. Es la anarquía del plano. Pero ya no sólo eso, sino que Mommy tiene un ritmo irregular, va cambiando a antojo de su creador, que da auténticos bandazos de maestría tras la cámara y a la hora de guiar (o dejar guiar por sí solos sería más correcto decir) a sus personajes. Principalmente se centra en madre e hijo, desmitificando la realidad de los demás personajes que los rodean. En ellos resalta la sutilidad de Dolan, que ni los demoniza ni los santifica, sino que los deja al buen juicio del espectador. Otra labor encomiable de “L’enfant terrible”.
Pero —y esa es la auténtica pena, que exista un pero— es que Dolan podría haber rematado una historia perfecta en uno de sus momentos finales, y no alargar éste con sucesos que ni nos interesan, ni vienen a cuento. El final, si hubiera sido tan crudo como la realidad, hubiera merecido más la pena. Con esto no decimos que el final sea bueno o malo, o que sea feliz o triste, sino únicamente que, de haber sido otro el final, hubiera sido perfecto. Aún así es imposible no alabar la labor de este joven director que se sitúa en lo más alto en cuanto a nuevos realizadores, y que hará disfrutar a la gran mayoría de miembros de su generación, que no sólo se verán retratados, aunque sea en lo más mínimo, sino que disfrutarán de todo lo que rodea a Mommy, incluida su música, fiel testigo de los actuales veinteañeros (¡qué lejos queda ya!).